Source: The Conversation – (in Spanish) – By Yolanda Romero-Vallejo, Investigadora Predoctoral FPU del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura, Universidad de Cádiz

Cuando el escritor Hans Christian Andersen llegó a Cádiz en noviembre de 1862, lo hizo con una maleta cargada de ilusiones y con el convencimiento de que, por fin, conocería el país de sus sueños. Durante décadas, España había sido para él un territorio mítico, escenario de lecturas románticas y recuerdos de infancia.

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Pero la realidad no siempre se parece a la fantasía. Tras pasear por las calles blancas y soleadas de la ciudad, el autor de La sirenita y El patito feo dejó escrito en su Viaje por España que “Cádiz no iba a agradarnos”. Un comentario breve, casi seco, que encierra toda una decepción: la distancia entre la Andalucía romántica de los libros y una ciudad portuaria elegante, sí, pero a sus ojos bastante anodina.
España, el destino soñado de los románticos
A mediados del siglo XIX, España era el gran destino exótico para viajeros europeos. Las ruinas de Al-Ándalus, las leyendas moriscas, la cercanía de Gibraltar y el atractivo de gitanos y bandoleros alimentaban el imaginario romántico. Andalucía, en particular, combinaba misterio, monumentalidad y un aire orientalista irresistible.
Por ella pasaron figuras de renombre que contribuyeron a fijar una Andalucía literaria, mezcla de realidad y fantasía. Entre ellos, el poeta británico Lord Byron, los escritores galos Théophile Gautier –con su Viaje por España (1840)–, Prosper Mérimée y Alejandro Dumas –con De París a Cádiz (1847)–, el autor estadounidense Washington Irving y sus Cuentos de la Alhambra, y el artista francés Gustave Doré, que ilustró su propio periplo por el país.
Andersen y su obsesión con España
El caso de Andersen fue especial. De niño convivió en su ciudad natal, Odense, con soldados españoles que habían luchado contra Napoleón. Aquellos hombres valientes de carácter bondadoso le dejaron un recuerdo imborrable: uno de ellos llegó a regalarle una medalla de plata. Décadas después, Andersen confesaba que ese momento marcó su infancia y de ahí nació su famoso cuento titulado El soldadito de plomo.
Esa huella se mezcló con años de lecturas románticas hasta convertir a España en su gran obsesión. Antes de poner un pie en la península ya había escrito sobre ella, con más entusiasmo que rigor. No pudo cumplir su sueño hasta 1862, cuando, a los 58 años y tras haber publicado cuentos tan célebres como La sirenita, El traje nuevo del emperador o La reina de las nieves, se lanzó a recorrer el país.
Un viaje lleno de desencantos

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El itinerario de Andersen siguió la estela de tantos viajeros románticos. En Barcelona se entusiasmó con la vitalidad de los cafés, “más lujosos que los parisinos”. En Málaga declaró que le gustaría ser enterrado allí, si fallecía durante el viaje. En Granada pasó tres semanas, fascinado por la Alhambra pero sumido en una extraña melancolía.
Sevilla le pareció encantadora por su aire de “ciudad mora” y la belleza de sus mujeres. Madrid, en cambio, le resultó indigna como capital, y Toledo lo recibió en pleno invierno con un frío que lo empujó al desánimo. Tras recorrer San Sebastián, cerró un viaje que no cumplió las expectativas de toda una vida.
Cádiz: limpia, blanca… y aburrida
El 11 de noviembre de 1862, Andersen llegó a Cádiz desde Tánger y se alojó en La Fonda de París, hoy Hotel Las Cortes, que conserva una placa en su memoria. Se encontró con una ciudad con fachadas relucientes, banderas ondeando en los balcones y el bullicio del puerto. La Alameda, con sus palmeras y vistas al mar, le pareció hermosa.
Sin embargo, su entusiasmo se desinfló pronto. Se quejó de la ausencia de museos o ruinas que alimentaran su imaginación romántica. Tampoco le inspiraron los alrededores: describió los llanos interminables de salinas y las pirámides de sal que se alzaban sobre la costa como un paisaje monótono, sin el dramatismo montañoso que tanto entusiasmaba a los viajeros románticos en otros puntos de Andalucía. Cádiz, concluyó, parecía más una ciudad de comerciantes que un escenario de aventuras. Comparó la ciudad con una urbe “vestida de domingo, ¡pero aburrida, Dios mío!”. Y concluyó, con cierta ironía: “Bueno, no pienso tan mal de Cádiz como he dicho”.
No todo fueron críticas. Andersen disfrutó del casino, elegante y lleno de prensa extranjera, y anotó la vitalidad de las mujeres gaditanas. Pero sentenció que “el forastero no la ve” como materia de novela.

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Un hombre triste en la tierra de la alegría
Hoy, de aquel paso breve por Cádiz quedan algunos ecos: el recuerdo en el Hotel Las Cortes, un concurso literario que lo homenajea y, sobre todo, las páginas de su Viaje por España. Allí se percibe a un Andersen que, pese a ser uno de los grandes renovadores de la literatura infantil y juvenil, fue incapaz de encontrar inspiración en la ciudad blanca del mar abierto.
En Cádiz, Andersen confesó con desencanto: “España, hasta el momento, no me había inspirado un solo cuento”. Quizá el contraste entre sus expectativas románticas y la realidad cotidiana de una ciudad mercantil explique esa decepción. O quizá, como él mismo escribió, “la culpa fuese mía, o puede que de la ciudad en sí”.
Sea como fuere, el breve paso de Andersen por Cádiz nos recuerda algo esencial: los lugares que habitan en la imaginación rara vez coinciden con los que encontramos al recorrer sus calles. Y a veces, incluso los grandes cuentistas descubren que no siempre hay un relato que contar.
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Yolanda Romero-Vallejo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
– ref. Andersen en Cádiz: entre el asombro y la decepción – https://theconversation.com/andersen-en-cadiz-entre-el-asombro-y-la-decepcion-264316
