El cierre de un vertedero amenaza la supervivencia de migrantes en República Dominicana

Source: The Conversation – (in Spanish) – By Raúl Zecca Castel, Investigador postdoctoral en Antropologia Cultural y Social, University of Milano-Bicocca

República Dominicana quiere eliminar los vertederos a cielo abierto para modernizar su sistema de residuos. Pero ¿qué pasaría entonces con las más de 12 000 personas, muchas de ellas migrantes haitianos sin papeles, que dependen de la basura para sobrevivir?

A las ocho de la mañana, el vertedero de San Pedro de Macorís, municipio situado en el este, despierta cubierto de humo. No hay cercas, ni árboles, ni sombra. Solo montañas de residuos humeantes que se mezclan con el calor del trópico. Decenas de personas caminan sobre la basura con sacos al hombro y botas de goma gastadas. Buscan latas, cobre, cartón, plástico, telas e incluso restos de comida. Buscan lo que nadie más quiere.

Entre ellos está Kiko, que trabaja allí desde niño. Tiene 30 años y conoce el lugar como si fuera su casa:

“Mi madre siempre iba al vertedero. Yo la suplicaba que me llevara con ella. La primera vez que fui debía tener ocho años. Para mí era como un juego, como un parque de diversiones… y, mientras tanto, el tiempo pasaba. Así me convertí también yo en buzo, sin querer serlo, pero lo soy, porque estoy con ellos y hago su vida”.

Hoy, como muchos otros, Kiko teme que ese mundo desaparezca. Un mundo invisible, pero vital, del que dependen más de 12 000 personas en toda la República Dominicana. Son los “buzos”, como se conoce localmente a quienes rebuscan entre los residuos para recuperar y vender materiales reciclables.

Muchos de ellos son haitianos sin documentos o hijos de haitianos nacidos en los bateyes, los antiguos asentamientos cañeros que hoy sobreviven como comunidades empobrecidas, resultado de una economía en decadencia, que ha cedido el paso al sector servicios y, sobre todo, al turismo.




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Una ley necesaria, una amenaza inesperada

El turismo bate récords en la República Dominicana: más de 11 millones de visitantes en 2024, una cifra histórica que impulsa el consumo y, con él, la generación de residuos.

Pero ¿a dónde va toda esa basura?

Cada año se generan más de siete millones de toneladas de residuos sólidos en el país. Solo el 7 % se recicla. El resto acaba, en su mayoría, en vertederos a cielo abierto: hay 358 en todo el país, muchos de ellos sin control sanitario ni ambiental. No es casual que el país ocupe la 165. ª posición en el índice mundial de gestión de residuos.

Frente a este escenario, en 2020 el Congreso aprobó la Ley General de Gestión Integral y Coprocesamiento de Residuos Sólidos (Ley 225-20), cuyo objetivo es transformar por completo el sistema nacional de residuos. Entre sus medidas más ambiciosas destaca el cierre progresivo de al menos 30 vertederos a cielo abierto como parte de una transición hacia una economía más limpia y formalizada.

La medida, en principio, parece necesaria. Pero tiene un lado oscuro: no contempla mecanismos efectivos para integrar a los recicladores informales –los buzos– que viven y trabajan en estos espacios. Tampoco reconoce el peso social y económico que estas redes informales representan para miles de personas.

Sin medidas de inclusión claras, el cierre de los vertederos podría dejar a miles de personas fuera del sistema, sin ingresos, sin recursos y sin alternativas reales para sobrevivir.




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Kiko, de 30 años, recoge y vende metales reciclables que las industrias locales transforman en nuevas materias primas, impulsando la economía circular.
Raúl Zecca Castel

Vivir al margen, pero con dignidad

La vida en el vertedero es dura. Kiko lo sabe:

“Trabajar aquí es muy riesgoso. Cuando metes las manos en un saco te puedes pinchar con una jeringa o cortar con un vidrio. Te viene náusea, vomitas. A veces no resistes por las moscas. He visto muchas cosas feas, realmente… Aquí hemos encontrado bebés recién nacidos, muertos, tirados entre la basura. También personas asesinadas, quemadas, abandonadas”.

Y aun así, Kiko prefiere estar allí. Porque, como confiesa, a pesar de todo, en ese lugar que otros evitan, él ha encontrado una forma de vivir –y de ser– que no cambiaría por nada.

“A mí me gusta trabajar en el vertedero. No te voy a decir que no, porque yo crecí allí, siento que pertenezco a ese lugar. A muchos les dará asco, pero yo nací y crecí ahí: nada me molesta. Prefiero mil veces trabajar aquí que cortar caña. Aquí en un día puedes ganar lo que allá ni en una semana. Y estás solo. Nadie te manda. Aquí no hay jefes. Nadie te dice qué hacer ni cuánto trabajar. Eres tú tu propio jefe.”

Más que un basurero, el vertedero es para muchos un espacio de libertad. Una autonomía precaria, sí, pero real. Porque ese lugar lleno de riesgos, desechos y silencio también les ofrece algo que fuera nunca tuvieron: libertad, respeto, sentido de pertenencia.

Lo confirma Altagracia, una mujer de 48 años que antes sembraba caña y hoy recolecta ropa usada para revenderla en los bateyes:

“Aquí hay respeto. En el vertedero somos todos iguales. Si tú te respetas, los demás también te respetan. Eso me gusta. Aquí me siento en familia”.

Altagracia, de 48 años, madre de cuatro hijos, trabaja en el vertedero recuperando ropa usada para venderla en los bateyes de la provincia, alcanzando así su independencia económica.
Raúl Zecca Castel

También Nairobi, de 24 años, encontró en el vertedero algo que nunca imaginó: el amor. Llegó allí después de abandonar la venta de comida en las plantaciones de caña, un trabajo que no daba para vivir, donde “la gente compraba a crédito y después no podía pagarme”. Ahora lleva tres años reciclando plástico y cartón.

Su pareja, que ya no puede trabajar tras sufrir una agresión, se encarga del niño mientras ella gana el sustento diario bajo el sol. Él lo cuenta con una sonrisa tranquila, como si aún no se lo creyera del todo:

“Discutíamos mucho nosotros, pero ya tú sabes, hablando y hablando, al final nos enamoramos. Son cosas que pasan… Y míranos ahora: vivimos juntos desde hace un año y tenemos un hijo.”

En el vertedero, entre residuos y abandono, también se construyen hogares, afectos y proyectos. Allí, miles de personas –invisibles para el sistema– encuentran nuevas formas de vivir, resistir, reinventarse. Pero esa frágil red de autonomía y dignidad descansa sobre cimientos inestables: la falta de papeles, la discriminación estructural y el riesgo constante de ser expulsados.

Nairobi, de 24 años, mantiene a su marido discapacitado y a su hijo de un año recolectando plástico y cartón, materiales menos pesados que el vidrio y menos peligrosos que los metales, pero también por eso menos rentables.
Raúl Zecca Castel



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El precio de la informalidad

“Hay mucha gente como yo que no tiene documentos. Yo no pude ir a la escuela por la falta de documentos. Y sin documentos no puedes hacer nada”, explica Kiko. Su caso no es único.

Según el Movimiento Nacional de Recicladores de la República Dominicana, entre el 60 % y el 70 % de quienes trabajan en los vertederos no tienen regularización migratoria. Por eso, no pueden ser integrados como “prestadores de servicios” en el nuevo sistema de gestión de residuos propuesto por la Ley 225-20. Son trabajadores informales, pero también ciudadanos invisibles, excluidos de todo derecho.

A esto se suma un fenómeno aún más alarmante. En los últimos seis meses, más de 180 000 haitianos han sido repatriados por las autoridades dominicanas, en medio de una creciente ola de xenofobia y tensiones binacionales.

La Ley 225-20 busca modernizar el país, hacer más limpia la economía del reciclaje. Pero si no se abordan las barreras estructurales –la falta de documentos, la discriminación, el estatus migratorio– el cierre de los vertederos no será una victoria ambiental, sino una condena social para miles.

Nairobi gana el equivalente a cuatro euros al día. Como reconoce:

“No quiero que mi hijo tenga que trabajar aquí. Quiero que estudie y decida él que quiere hacer. Pero ahora… sin documentos no hay otra”.

Kiko canta, escribe canciones, sueña con escenarios:

“Tal vez llegue el día en que me vuelva famoso. Nadie sabe si seguiré aquí. Hoy sí, mañana quizás. Pero quién sabe lo que pueda pasar”.

Cerrar un vertedero sin abrir alternativas reales no es progreso. Es desechar también a quienes viven entre residuos, pero luchan –cada día– por su dignidad. Como Kiko. Como Nairobi.

The Conversation

Raúl Zecca Castel no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

ref. El cierre de un vertedero amenaza la supervivencia de migrantes en República Dominicana – https://theconversation.com/el-cierre-de-un-vertedero-amenaza-la-supervivencia-de-migrantes-en-republica-dominicana-265179