¿Por qué las creencias, religiosas o no, generan bienestar?

Source: The Conversation – (in Spanish) – By Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

metamorworks/Shutterstock

Tener convicciones profundas –ya sean creencias religiosas, espirituales, filosóficas o existenciales– es una experiencia universal y profundamente humana. Estas formas de interpretación del mundo pueden funcionar como refugio, como marco para dar sentido a la vida o como sostén frente al dolor.

Aunque algunas de estas certezas suelen quedar fuera del ámbito científico, sí que podemos estudiar el impacto subjetivo y emocional que, desde el punto de vista neurobiológico, generan las prácticas contemplativas asociadas a ellas.

Cabe decir que si bien hay prácticas, como la oración o la meditación, que presentan una intención espiritual e implican la adhesión a creencias (ya sea en lo divino, en valores profundos o en uno mismo), otras, como la meditación secular o de atención plena (mindfulness), no se basan en creencias religiosas.

Y más allá de su contexto cultural o simbólico, estas actividades están profundamente arraigadas en nuestra neurobiología, pues activan circuitos cerebrales que promueven el bienestar emocional y físico, tal y como demuestran diferentes estudios científicos recientes.

No obstante, los mismos mecanismos cerebrales que refuerzan creencias beneficiosas pueden, en ciertos casos, alimentar el fanatismo y bloquear la apertura al diálogo. En este sentido, hay estudios que apuntan a que las creencias radicales se asocian a fallos metacognitivos, es decir, a una menor capacidad para cuestionar las propias ideas.

El cerebro premia la creencia

En un artículo publicado en The Conversation, José R. Alonso, catedrático de Biología Celular y Neurobiólogo, escribía: “La mayoría de los neurocientíficos y psicólogos que han trabajado en el tema coinciden: las creencias en lo sobrenatural están enraizadas en los procesos cognitivos normales”.

Alonso citaba un trabajo en el que se detectó que durante el rezo se producía un aumento significativo de la activación del núcleo caudado, una zona del cerebro relacionada con el sistema de recompensa. Esto apoya la hipótesis de que la oración estimula el sistema dopaminérgico y el circuito de recompensa cerebral.

Nuevas evidencias lo respaldan. En un estudio de revisión reciente se indica que las experiencias religiosas o espirituales intensas dependen de la interacción entre el núcleo accumbens, una estructura cerebral con un papel fundamental en los sistemas de recompensa, motivación y placer, y dos redes cerebrales que configuran un patrón cerebral similar al que se observa en momentos de disfrute estético, conexión interpersonal o motivación profunda.

La primera de ellas es la red por defecto, cuya función resulta esencial para la vida mental interna, la construcción del sentido del yo y la preparación del cerebro para responder de manera flexible a las demandas del entorno.

Y la otra sería la red de saliencia. Imprescindible para la adaptación al entorno, permite que el cerebro se enfoque en lo verdaderamente importante, regulando el cambio entre diferentes modos de pensamiento y conectando emociones, cuerpo y cognición para una respuesta flexible y efectiva.

Efectos similares al amor, el sexo o la música

En esta misma línea, investigadores de la Universidad de Utah mostraron que las experiencias religiosas y espirituales encienden el núcleo accumbens de manera similar a estímulos como el amor, el sexo o la música. Además, observaron activación en la corteza prefrontal medial, implicada en la valoración y la toma de decisiones morales.




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En otro análisis de imágenes de resonancias funcionales cerebrales se detectó que cuando las personas devotas sienten lo que denominan “el espíritu”, al rezar o leer textos sagrados, también se activan la corteza orbitofrontal medial y el córtex cingulado anterior, zonas clave en la evaluación emocional y el control de la atención. Cabe decir que el córtex cingulado anterior resuelve el conflicto emocional suprimiendo la actividad de la amígdala, estructura clave en las emociones.

Lo más sorprendente es que esa actividad cerebral parece preceder subjetivamente al momento en que la persona reconoce su conexión espiritual. Esto sugiere que el cerebro no solo acompaña dichas experiencias, sino que puede anticiparlas, activándose antes incluso de que seamos conscientes de ellas.

Creencias que dan sentido, conexión… y salud

Una de las funciones más potentes de las creencias profundas es que otorgan sentido a nuestra vida, incluso en los momentos más difíciles. Esta función no es meramente narrativa, sino que tiene efectos biológicos reales.

Por ejemplo, en un metaanálisis con más de 136 000 participantes se demostró que las personas con mayor propósito en la vida (el cual que puede surgir de una convicción religiosa, filosófica, espiritual o existencial) tenían un riesgo un 17 % menor de mortalidad por cualquier causa y también menor incidencia de eventos cardiovasculares, incluso tras ajustar por edad, sexo y salud física.

Asimismo, un estudio publicado en 2025 con más de 85 000 adultos mostró que un propósito elevado se asocia a mejores valores de función pulmonar y a un 9 % de menor riesgo de deterioro respiratorio con el tiempo.

Por otro lado, estudios recientes muestran que la diversidad de fuentes de significado (familia, trabajo, espiritualidad, comunidad) se asocia a mayor resiliencia, satisfacción vital y menor riesgo de depresión. Las personas con múltiples fuentes de sentido afrontan mejor el estrés y los cambios vitales.

Estos resultados sugieren que percibir que nuestra vida tiene dirección y propósito contribuye no solo al bienestar psicológico, sino también a una mejor salud física y mayor longevidad.

Una interpretación relevante desde otra cultura es el concepto japonés de ikigai, que podríamos traducir como aquello que da sentido a la existencia; es decir, lo que nos motiva a levantarnos cada mañana. Una revisión de 86 trabajos científicos concluyó que el ikigai se asocia con una reducción de los síntomas depresivos, mayor satisfacción con la vida, menos riesgo de mortalidad y menos discapacidad funcional, además de mejoras en la conexión social y en la participación en actividades.

¿Y si no soy creyente?

Lo interesante es que estos efectos no son exclusivos de quienes tienen fe religiosa. Como hemos apuntado, muchas personas no creyentes experimentan bienestar mediante formas de espiritualidad laica como la meditación, la contemplación de la naturaleza, la práctica de la gratitud o el compromiso ético con una causa.

Así, se ha demostrado que tanto las creencias religiosas como las no religiosas activan la corteza prefrontal ventromedial, relacionada con la recompensa, la autorrepresentación y la motivación. Las convicciones religiosas, en particular, muestran mayor activación en regiones asociadas a la gestión emocional y la autopercepción.

Lo importante no es tanto el contenido de la creencia como su función psicológica y biológica, pues ofrece estructura y la posibilidad de conectar con algo que da sentido a la experiencia vital. Creer es un fenómeno con raíces profundas en el cerebro, en las emociones y en nuestra necesidad de sentido.

En definitiva, existen evidencias científicas que confirman que las experiencias religiosas y espirituales activan consistentemente las redes cerebrales de recompensa, saliencia y atención, reforzando la idea de que el bienestar derivado de las creencias tiene una base neurobiológica robusta.

Entender estos procesos puede ayudar al desarrollo de terapias (meditación, mindfulness) que permitan potenciar las experiencias de bienestar y reducir la depresión o la ansiedad.

The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz recibe fondos para investigación de la Universidad de Jaén (PAIUJA-EI_CTS02_2023), de la Junta de Andalucía (BIO-302), y está parcialmente financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER) bajo el proyecto PID2021-122991NB-C21.

Sergio Iglesias Parro recibe fondos de la Universidad de Jaén (PAIUJA-EI_CTS02_2023), y de la Junta de Andalucía (BIO-302).

ref. ¿Por qué las creencias, religiosas o no, generan bienestar? – https://theconversation.com/por-que-las-creencias-religiosas-o-no-generan-bienestar-260511

How a popular sweetener could be damaging your brain’s defences

Source: The Conversation – UK – By Havovi Chichger, Professor, Biomedical Science, Anglia Ruskin University

Found in everything from protein bars to energy drinks, erythritol has long been considered a safe alternative to sugar. But new research suggests this widely used sweetener may be quietly undermining one of the body’s most crucial protective barriers – with potentially serious consequences for heart health and stroke risk.

A recent study from the University of Colorado suggests erythritol may damage cells in the blood-brain barrier, the brain’s security system that keeps out harmful substances while letting in nutrients. The findings add troubling new detail to previous observational studies that have linked erythritol consumption to increased rates of heart attack and stroke.

In the new study, researchers exposed blood-brain barrier cells to levels of erythritol typically found after drinking a soft drink sweetened with the compound. They saw a chain reaction of cell damage that could make the brain more vulnerable to blood clots – a leading cause of stroke.


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Erythritol triggered what scientists call oxidative stress, flooding cells with harmful, highly reactive molecules known as free radicals, while simultaneously reducing the body’s natural antioxidant defences. This double assault damaged the cells’ ability to function properly, and in some cases killed them outright.

But perhaps more concerning was erythritol’s effect on the blood vessels’ ability to regulate blood flow. Healthy blood vessels act like traffic controllers, widening when organs need more blood – during exercise, for instance – and tightening when less is required. They achieve this delicate balance through two key molecules: nitric oxide, which relaxes blood vessels, and endothelin-1, which constricts them.

The study found that erythritol disrupted this critical system, reducing nitric oxide production while ramping up endothelin-1. The result would be blood vessels that remain dangerously constricted, potentially starving the brain of oxygen and nutrients. This imbalance is a known warning sign of ischaemic stroke – the type caused by blood clots blocking vessels in the brain.

Even more alarming, erythritol appeared to sabotage the body’s natural defence against blood clots. Normally, when clots form in blood vessels, cells release a “clot buster” called tissue plasminogen activator that dissolves the blockage before it can cause a stroke. But the sweetener blocked this protective mechanism, potentially leaving clots free to wreak havoc.

The laboratory findings align with troubling evidence from human studies. Several large-scale observational studies have found that people who regularly consume erythritol face significantly higher risks of cardiovascular disease, including heart attacks and strokes. One major study tracking thousands of participants found that those with the highest blood levels of erythritol were roughly twice as likely to experience a major cardiac event.

However, the research does have limitations. The experiments were conducted on isolated cells in laboratory dishes rather than complete blood vessels, which means the cells may not behave exactly as they would in the human body. Scientists acknowledge that more sophisticated testing – using advanced “blood vessel on a chip” systems that better mimic real physiology – will be needed to confirm these effects.

The findings are particularly significant because erythritol occupies a unique position in the sweetener landscape. Unlike artificial sweeteners such as aspartame or sucralose, erythritol is technically a sugar alcohol – a naturally occurring compound that the body produces in small amounts. This classification helped it avoid inclusion in recent World Health Organization guidelines that discouraged the use of artificial sweeteners for weight control.

Erythritol has also gained popularity among food manufacturers because it behaves more like sugar than other alternatives. While sucralose is 320 times sweeter than sugar, erythritol provides only about 80% of sugar’s sweetness, making it easier to use in recipes without creating an overpowering taste. It’s now found in thousands of products, especially in many “sugar-free” and “keto-friendly” foods.

A man reaching for a protein bar in a shop.
Erythritol can be found in many keto-friendly products, such a protein bars.
Stockah/Shutterstock.com

Trade-off

Regulatory agencies, including the European Food Standards Agency and the US Food and Drug Administration, have approved erythritol as safe for consumption. But the new research adds to a growing body of evidence suggesting that even “natural” sugar alternatives may carry unexpected health risks.

For consumers, the findings raise difficult questions about the trade-offs involved in sugar substitution. Sweeteners like erythritol can be valuable tools for weight management and diabetes prevention, helping people reduce calories and control blood sugar spikes. But if regular consumption potentially weakens the brain’s protective barriers and increases cardiovascular risk, the benefits may come at a significant cost.

The research underscores a broader challenge in nutritional science: understanding the long-term effects of relatively new food additives that have become ubiquitous in the modern diet. While erythritol may help people avoid the immediate harms of excess sugar consumption, its effect on the blood-brain barrier suggests that frequent use could be quietly compromising brain protection over time.

As scientists continue to investigate these concerning links, consumers may want to reconsider their relationship with this seemingly innocent sweetener – and perhaps question whether any sugar substitute additive is truly without risk.

The Conversation

Havovi Chichger does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.

ref. How a popular sweetener could be damaging your brain’s defences – https://theconversation.com/how-a-popular-sweetener-could-be-damaging-your-brains-defences-261500

Les vélos électriques, des déchets comme les autres ? Le problème émergent posé par les batteries

Source: The Conversation – France (in French) – By Yvonne Ryan, Associate Professor in Environmental Science, University of Limerick

Les vélos électriques ont le vent en poupe : ils rendent les déplacements cyclistes accessibles à tous indépendamment de la condition physique et n’émettent pas de gaz à effet de serre pendant leur utilisation. Oui, mais encore faut-il qu’en fin de vie, ils soient correctement recyclés – et, en particulier, leurs batteries électriques. Ce n’est pas toujours le cas et cela provoque déjà des incidents, sans parler des pollutions qui peuvent en découler.


Les vélos électriques rendent la pratique du vélo plus facile, plus rapide et plus accessible. Ils jouent déjà un rôle important pour réduire l’impact environnemental des transports, en particulier lorsqu’ils remplacent un trajet en voiture individuelle.

Mais lorsqu’on met un vélo électrique au rebut, il faut aussi se débarrasser de sa batterie. Or, ces batteries peuvent être particulièrement dangereuses pour l’environnement et difficiles à éliminer (les filières de recyclage appropriées n’étant pas toujours mobilisées, ndlt). L’essor des vélos électriques s’accompagne donc d’un nouveau problème environnemental : l’augmentation des déchets d’équipements électriques et électroniques (DEE).

Le secteur a besoin d’une réglementation plus stricte pour l’encourager à réduire ses déchets. Il s’agirait notamment d’encourager la conception de vélos plus faciles à réparer ou à recycler et d’établir des normes universelles permettant aux pièces de fonctionner pour différentes marques et différents modèles, de sorte que les composants puissent être réutilisés au lieu d’être jetés.

Malgré tout, les vélos électriques passent souvent entre les mailles du filet législatif. Leur exclusion des produits prioritaires, dans le cadre du règlement de l’UE sur l’écoconception des produits durables, introduit en 2024, est regrettable.




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À l’Université de Limerick, en Irlande, des collègues et moi avons mené des recherches sur l’impact environnemental des vélos électriques. Nous nous sommes intéressés à l’ensemble de leur cycle de vie, depuis l’extraction minière des métaux jusqu’à la fabrication, l’utilisation et l’élimination finale des vélos, afin de voir s’il existait des moyens de réduire la quantité de matériaux utilisés.

Nous avons interrogé des détaillants et des personnes travaillant dans le domaine de la gestion des déchets. Ils nous ont fait part de leurs préoccupations concernant la vente en ligne de vélos électriques de moindre qualité, dont les composants deviennent plus facilement défectueux, ce qui conduit à un renouvellement plus fréquent.

location de vélos
Les services de location de vélos électriques, comme celui-ci à Dublin (Irlande), se développent rapidement.
Brendain Donnelly/Shutterstock

En utilisant les données relatives à la flotte de vélos électriques en usage sur notre université, nous avons constaté des problèmes de conception et de compatibilité des composants. Les pneus de vélo, par exemple, sont devenus de plus en plus atypiques et spécialisés.

La fabrication additive, par exemple l’impression 3D, pourrait devenir plus importante pour les détaillants et les réparateurs de vélos, qui pourraient l’utiliser pour imprimer eux-mêmes des écrous, des vis ou même des selles de rechange. Cela pourrait être particulièrement nécessaire dans les États insulaires comme l’Irlande, où il y a souvent des retards dans l’approvisionnement en pièces détachées.

Mais il faut d’abord que les vélos électriques soient d’une qualité suffisante pour pouvoir être réparés. Et pour créer les pièces de rechange, encore faut-il avoir accès aux données nécessaires, c’est-à-dire à des fichiers numériques contenant des dessins précis d’objets tels qu’un pneu ou un guidon de vélo.

Allonger la durée de vie des vélos électriques

De nouveaux modèles d’affaires voient le jour. Certaines entreprises prêtent des vélos électriques à leurs employés, une société de gestion se chargeant de l’entretien et de la réparation.

Il existe également un nombre croissant de services mobiles de réparation de vélos électriques, ainsi que des formations spécialisées à la réparation et la vente au détail de vélos électriques, par l’intermédiaire de plateformes de fabricants tels que Bosch ou Shimano.

Les marques de vélos électriques changent elles aussi progressivement, passant de la vente de vélos à une offre de services évolutifs. Par exemple, le détaillant de vélos électriques Cowboy propose un abonnement à des mécaniciens mobiles, et VanMoof s’associe à des services de réparation agréés. Mais, si ces modèles fonctionnent bien dans les grandes villes, ils ne sont pas forcément adaptés aux zones rurales et aux petites agglomérations.

Il convient toutefois de veiller à ce que les consommateurs ne soient pas désavantagés ou exclus des possibilités de réparation. Aux États-Unis, les fabricants de vélos électriques ont demandé des dérogations aux lois visant à faciliter la réparation des produits, tout en insistant sur le fait que le public ne devrait pas être autorisé à accéder aux données nécessaires pour effectuer les réparations.

Des vélos électriques parfois difficiles à distinguer des simples vélos

En ce qui concerne le traitement des déchets, certaines des innovations qui ont rendu les vélos électriques plus accessibles créent de nouveaux problèmes. Par exemple, les vélos électriques ont évolué pour devenir plus fins et élégants – et, de ce fait, ils sont parfois impossibles à distinguer des vélos ordinaires. Il est donc plus facile pour eux de se retrouver dans des unités de traitement des ordures ménagères (tri, incinération, mise en décharge, etc.) qui ne sont pas équipées pour les déchets électroniques. Si une batterie lithium-ion à l’intérieur d’un vélo électrique est encore chargée et qu’elle est écrasée ou déchiquetée (au cours du tri, par exemple), elle peut déclencher un incendie.

Ce problème est pourtant loin d’être insoluble. La vision par ordinateur et d’autres technologies d’intelligence artificielle pourraient aider à identifier les vélos électriques et les batteries dans les installations de gestion des déchets. Les codes QR apposés sur les cadres des vélos pourraient aussi être utilisés pour fournir des informations sur l’ensemble du cycle de vie du produit, y compris les manuels de réparation et l’historique des services, à l’instar des passeports de produits proposés par l’Union européenne.

La sensibilisation, le choix et l’éducation des consommateurs restent essentiels. S’il appartient aux consommateurs de prendre l’initiative de l’entretien et de la réparation des vélos électriques, les décideurs politiques doivent veiller à ce que ces options soient disponibles et abordables et à ce que les consommateurs les connaissent.

Les détaillants, de leur côté, ont besoin d’aide pour intégrer la réparation et la réutilisation dans leurs modèles commerciaux. Il s’agit notamment de mettre en place des forfaits domicile/lieu de travail pour faciliter l’entretien des vélos électriques. Cela passe aussi par un meilleur accès aux assurances et aux protections juridiques, en particulier pour la vente de vélos électriques remis à neuf. Enfin, il leur faut disposer d’une main-d’œuvre ayant les compétences nécessaires pour réparer ces vélos.

Partout dans le monde, les « vélothèques » (services de prêt ou location de vélos, ndlt) et les programmes « Essayez avant d’acheter » aident les consommateurs à prendre de meilleures décisions, car ils leur permettent de tester un vélo électrique avant de s’engager. L’abandon du modèle de la propriété traditionnelle – en particulier pour les vélos électriques coûteux – pourrait également rendre la mobilité active plus accessible.

Les politiques qui favorisent les ventes, telles que les subventions et les incitations à l’achat de nouveaux vélos, peuvent aller à l’encontre des efforts déployés pour réduire les déchets. Nous avons besoin de davantage de politiques qui favorisent la réparation et la remise à neuf des vélos électriques.

Ce secteur présente un fort potentiel pour limiter notre impact environnemental et améliorer la santé publique. Mais pour que ces avantages se concrétisent, nous devons nous efforcer de les faire durer plus longtemps et de consommer moins de ressources naturelles pour ces derniers.

The Conversation

Yvonne Ryan ne travaille pas, ne conseille pas, ne possède pas de parts, ne reçoit pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’a déclaré aucune autre affiliation que son organisme de recherche.

ref. Les vélos électriques, des déchets comme les autres ? Le problème émergent posé par les batteries – https://theconversation.com/les-velos-electriques-des-dechets-comme-les-autres-le-probleme-emergent-pose-par-les-batteries-261481

En apprendre plus sur le changement climatique, un levier pour diminuer l’empreinte carbone

Source: The Conversation – France (in French) – By Florian Fizaine, Maître de conférences en sciences économiques, Université Savoie Mont Blanc

Plus on connaît le changement climatique et les actions du quotidien les plus émettrices de CO2, moins notre empreinte carbone est importante. C’est ce que confirme une nouvelle étude, qui indique que les connaissances sont un levier individuel et collectif peut faire diminuer cette empreinte d’une tonne de CO2 par personne et par an. Mais cela ne suffira pas : la transition écologique doit aussi passer par les infrastructures publiques et l’aménagement du territoire.


Les rapports successifs du Groupe d’experts intergouvernemental sur l’évolution du climat (Giec), mais aussi le traitement de plus en plus massif de l’urgence climatique par les médias témoignent d’une information sur le sujet désormais disponible pour tous. Pourtant, à l’échelle des individus, des États ou même des accords intergouvernementaux comme les COP, les effets de ces rapports semblent bien maigres face aux objectifs fixés et aux risques encourus.

Ce constat interpelle et questionne le rôle des connaissances accumulées et diffusées dans la transition environnementale. Plutôt que de les rejeter d’un bloc, il s’agit de revisiter les formes qu’elles doivent prendre pour permettre l’action.

Plus de connaissances pour faire évoluer les comportements : oui, mais lesquelles ?

Est-ce que plus de connaissances sur le réchauffement climatique poussent au changement ? C’est précisément à cette question que nous avons souhaité répondre dans une étude publiée récemment. Ce travail s’appuie sur une enquête portant sur 800 Français interrogés sur leurs croyances relatives au réchauffement climatique, leurs connaissances sur le sujet ainsi que sur leur comportement et leur empreinte carbone grâce au simulateur de l’Agence de la transition écologique
(Ademe) « Nos gestes climat ».

Avant tout, précisons ce qu’on appelle connaissances. Si notre outil évalue les connaissances liées au problème (réalité du réchauffement, origine anthropique…), une large part de notre échelle évalue par ailleurs si l’individu sait comment atténuer le problème au travers de ses choix quotidiens – quels postes d’émissions, comme l’alimentation ou les transports, et quelles actions ont le plus d’impact. En effet, une bonne action ne nécessite pas seulement d’identifier le problème, mais de savoir y parer efficacement. Et les Français ont des connaissances très hétérogènes sur ce sujet – constat qui se retrouve au niveau international.

En s’appuyant sur le pourcentage de bonnes réponses à notre questionnaire et en le comparant au niveau autoévalué par l’individu, on observe d’ailleurs que les personnes les plus incompétentes sur le sujet surestiment drastiquement leur niveau de connaissances de plus d’un facteur deux, tandis que les plus compétents sous-estiment légèrement leur niveau de 20 %.

Pour aller au-delà de la simple observation d’une corrélation entre connaissances et empreinte carbone, déjà observée dans d’autres études récentes et confirmée par la nôtre, nous avons regardé comment le niveau de connaissances moyen de l’entourage d’un individu influence ses propres connaissances et contribue par ce biais à réduire son empreinte carbone.

Quand les connaissances butent sur des contraintes

Nous avons montré que le niveau de connaissances influence significativement à la baisse l’empreinte carbone : en moyenne, les personnes ayant 1 % de connaissances en plus ont une empreinte carbone 0,2 % plus faible. Cela s’explique par les causes multifactorielles sous-jacentes à l’empreinte.

Nous observons surtout des résultats très différents selon les postes de l’empreinte carbone. Le transport réagit beaucoup (-0,7 % pour une hausse de 1 % de connaissances), l’alimentation beaucoup moins (-0,17 %) tandis qu’il n’y a pas d’effet observable sur les postes du logement, du numérique et des consommations diverses.

Ces résultats sont encourageants dans la mesure où le transport et l’alimentation représentent près de la moitié de l’empreinte carbone, selon l’Ademe.

L’absence de résultat sur les autres postes peut s’expliquer par différents facteurs. Sur le logement par exemple, les contraintes sont probablement plus pesantes et difficiles à dépasser que sur les autres postes. On change plus facilement de véhicule que de logement et isoler son logement coûte cher et reste souvent associé à un retour sur investissement très long. Le statut d’occupation du logement (monopropriétaire, copropriétaire, locataire…) peut aussi freiner considérablement le changement.

Enfin, concernant les postes restants, il y a fort à parier qu’il existe à la fois une méconnaissance de leur impact, des habitudes liées au statut social ou d’absence d’alternatives. Plusieurs études ont montré que les individus évaluent très mal l’impact associé aux consommations diverses, et que les guides gouvernementaux qui leur sont destinés fournissent peu d’informations à ce sujet.

Comme notre questionnaire ne porte pas sur les connaissances relatives à la totalité des choix du quotidien, il est possible que les individus très renseignés sur l’impact des plus grands postes (logement, transport, alimentation) et qui sont bien évalués dans notre étude ne l’auraient pas nécessairement été sur les autres postes (vêtement, mobilier, électronique…). Par ailleurs, même si un individu sait que réduire son usage numérique ou sa consommation matérielle aurait un effet positif, il peut se sentir isolé ou dévalorisé socialement s’il change de comportement.

Pour finir, le numérique est souvent perçu comme non substituable, omniprésent, et peu modulable par l’individu. Contrairement à l’alimentation ou au transport, il est difficile pour l’individu de percevoir l’intensité carbone de ses usages numériques (streaming, cloud, etc.) ou de les choisir en fonction de cette information.

Au-delà des connaissances individuelles : le rôle des politiques publiques et des normes sociales

Notre étude montre que l’on peut atteindre jusqu’à environ une tonne de CO2e/an/habitant en moins grâce à une augmentation drastique des connaissances, ce qui pourrait passer par l’éducation, la formation, la sensibilisation et les médias. C’est déjà bien, mais c’est une petite partie des 6,2 t CO2e/habitant à éviter pour descendre à 2 tonnes par habitant en France, l’objectif établi par l’accord de Paris. Cela rejoint l’idée que les connaissances individuelles ne peuvent pas tout accomplir et que les individus eux-mêmes n’ont pas toutes les clés en main.

Les actions des individus dépendent pour partie des infrastructures publiques et de l’organisation des territoires. Dans ce cadre, seules des décisions prises aux différents échelons de l’État peuvent dénouer certaines contraintes sur le long terme. D’un autre côté, les décideurs politiques ou les entreprises ne s’engageront pas sur des mesures désapprouvées par une large part de la population. Il faut donc rompre le triangle de l’inaction d’une manière ou d’une autre pour entraîner les deux autres versants.

Il ne s’agit pas de dire que les individus sont seuls responsables de la situation, mais d’observer qu’au travers du vote, des choix de consommation et des comportements, les leviers et la rapidité des changements sont probablement plus grands du côté des individus que du côté des entreprises et des États.

Comment alors mobiliser les citoyens au-delà de l’amélioration des connaissances ? Nous ne répondons pas directement à cette question dans notre étude, mais une littérature foisonnante s’intéresse à deux pistes prometteuses.

La bonne nouvelle, c’est qu’il n’est pas toujours nécessaire d’interdire, de subventionner massivement ou de contraindre pour faire évoluer les comportements. Parfois, il suffit d’aider chacun à voir que les autres bougent déjà. Les politiques fondées sur les normes sociales – qu’on appelle souvent nudges – misent sur notre tendance à nous aligner avec ce que font les autres, surtout dans des domaines aussi collectifs que le climat.

Avec un minimum d’investissement public, on peut donc maximiser les effets d’entraînement, pour que le changement ne repose pas seulement sur la bonne volonté individuelle, mais devienne la nouvelle norme locale. Ainsi, en Allemagne, une étude récente montre que lorsque l’un de vos voisins commence à recycler ses bouteilles, vous êtes plus susceptible de le faire aussi. Ce simple effet d’imitation, reposant sur la norme sociale, peut créer des cercles vertueux s’il est combiné à des dispositifs d’aide publique habilement ciblée voir à de l’information.

Les émotions, un autre levier individuel et collectif

Ensuite, les émotions – telles que la peur, l’espoir, la honte, la fierté, la colère… – possèdent chacune des fonctions comportementales spécifiques qui, bien mobilisées, peuvent inciter à l’adoption de comportements plus vertueux d’un point de vue environnemental. Des chercheurs ont d’ailleurs proposé un cadre fonctionnel liant chaque émotion à des contextes d’intervention précis et démontré que cela peut compléter efficacement les approches cognitives ou normatives classiques.

Par exemple, la peur peut motiver à éviter des risques environnementaux immédiats si elle est accompagnée de messages sur l’efficacité des actions proposées (et, à l’inverse, peut paralyser en l’absence de tels messages), tandis que l’espoir favorise l’engagement si les individus perçoivent une menace surmontable et leur propre capacité à agir. Par ailleurs, l’écocolère peut amener à un engagement dans l’action plus fort que l’écoanxiété.

Cibler stratégiquement les émotions selon les publics et les objectifs maximise les chances de changements comportementaux. En outre, mobiliser les émotions requiert de convaincre les individus de l’efficacité de leurs actions (et de l’implication des autres), et du caractère surmontable du défi du changement climatique. Ce n’est pas une mince affaire, mais cela reste une question centrale pour la recherche et les acteurs de la lutte contre le changement climatique.

The Conversation

Les auteurs ne travaillent pas, ne conseillent pas, ne possèdent pas de parts, ne reçoivent pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’ont déclaré aucune autre affiliation que leur organisme de recherche.

ref. En apprendre plus sur le changement climatique, un levier pour diminuer l’empreinte carbone – https://theconversation.com/en-apprendre-plus-sur-le-changement-climatique-un-levier-pour-diminuer-lempreinte-carbone-259614

Au téléphone, les adolescents ne répondent plus : manque de politesse ou nouveaux usages ?

Source: The Conversation – France (in French) – By Anne Cordier, Professeure des Universités en Sciences de l’Information et de la Communication, Université de Lorraine

S’ils sont capables d’envoyer des messages en série à leur entourage, les adolescents rechignent à décrocher quand on les appelle. Pourquoi une telle réticence ? Par cet évitement de la discussion directe, en quoi les codes de communication se redessinent-ils ?


Les adolescents ont un téléphone greffé à la main… mais ne répondent pas quand on les appelle. Cette situation, familière à bien des parents, peut sembler absurde, frustrante ou inquiétante. Pourtant, elle dit beaucoup des nouvelles manières pour les 13-18 ans d’entrer (ou de ne pas entrer) en relation. Car, si le smartphone est omniprésent dans leur quotidien, cela ne signifie pas qu’ils l’utilisent selon les mêmes codes que les adultes.

Derrière ce refus de « décrocher », ce n’est pas seulement une tendance générationnelle qui se joue, mais une transformation profonde des usages, des normes de communication, et des formes de politesse numérique.

Dans ce silence apparent, il y a des logiques – sociales, affectives, émotionnelles – qui valent la peine d’être décryptées, loin des clichés sur les ados « accros mais injoignables ».

Contrôler la parole

« Moi je réponds jamais aux appels, sauf si c’est ma mère ou une urgence… genre un contrôle surprise ou une copine qui panique », rigole Léa, 15 ans. Derrière cette phrase apparemment anodine se cache une mutation bien plus profonde qu’il n’y paraît. Car si le téléphone a longtemps été l’objet emblématique de la parole – conçu pour échanger de vive voix –, il est aujourd’hui de moins en moins utilisé… pour téléphoner.

Chez les adolescents, l’appel vocal n’est plus le canal par défaut. Il tend même à devenir une exception, réservée à certaines circonstances très spécifiques : situations urgentes, moments d’angoisse, besoin d’un réconfort immédiat. Dans les autres cas, on préfère écrire. Non pas par paresse, mais parce que la communication écrite – SMS, messages vocaux, DM sur Snapchat ou Instagram – offre un tout autre rapport à la temporalité, à l’émotion, à la maîtrise de soi.

Car répondre au téléphone, c’est devoir être disponible ici et maintenant, sans filet ni délai. Pour beaucoup d’adolescents, cette immédiateté est perçue comme un stress, une perte de contrôle : on n’a pas le temps de réfléchir à ce qu’on veut dire, on risque de bafouiller, de dire trop ou pas assez, de mal s’exprimer ou d’être pris au dépourvu.

La communication écrite, elle, permet de reprendre la main. On peut formuler, reformuler, supprimer, différer, lisser les affects. On parle mieux quand on peut d’abord se taire.

Ce besoin de contrôle – sur le temps, sur les mots, sur les émotions – est loin d’être un simple caprice adolescent. Il témoigne d’une manière plus générale d’habiter les relations sociales à travers les écrans : en se donnant le droit de choisir le moment, la forme et l’intensité du lien.

Le téléphone devient alors une interface à géométrie variable. Il connecte, mais il protège aussi. Il relie, mais il permet d’esquiver :

« Quand je vois “Papa mobile” s’afficher, je laisse sonner, j’ai pas l’énergie pour un interrogatoire. Je préfère lui répondre par message après », confie Mehdi, 16 ans.

Derrière ce geste, il n’y a pas nécessairement de rejet ou de désamour : il y a le besoin de poser une distance, de temporiser l’échange, de le canaliser selon ses propres ressources du moment.

Paradoxalement, donc, le téléphone devient un outil pour éviter la voix. Ou, plus exactement, pour choisir quand et comment on accepte de l’entendre, ce au nom d’un certain équilibre relationnel.

Le droit de ne pas répondre

Ne pas décrocher n’est plus un manque de politesse : c’est un choix. Une manière assumée de poser ses limites dans un monde d’hyperconnexion où l’on est censé être disponible en permanence, à toute heure et sur tous les canaux.

Pour de nombreux adolescents, le fait de ne pas répondre, immédiatement ou pas du tout, relève d’une logique de déconnexion choisie, pensée comme un droit à préserver.

« Des fois je laisse le portable sur silencieux exprès. Comme ça, j’ai la paix. »

Cette stratégie, rapportée par Elsa, 17 ans, exprime un besoin de maîtrise de son temps et de son attention. Là où les générations précédentes voyaient dans le téléphone une promesse de lien et de proximité, les adolescents rencontrés aujourd’hui y voient parfois une pression.

Dans cette nouvelle économie attentionnelle, le silence devient un langage en soi, une manière d’habiter la relation autrement. Il ne signifie pas nécessairement un rejet, mais s’apparente plutôt à une norme implicite : celle d’une disponibilité qui ne se présume plus, mais se demande, se négocie, se construit.

Comme l’explique Lucas, 16 ans :

« Mes potes savent que je réponds pas direct. Ils m’envoient un snap d’abord, genre “dispo pour ‘call’ ?” Sinon, c’est mort. »

Ce petit rituel illustre un changement de posture : appeler quelqu’un sans prévenir peut être perçu comme un manque de tact numérique. À l’inverse, attendre le bon moment, sonder l’autre avant de se lancer dans un appel, devient une preuve de respect.

Ainsi, le téléphone n’est plus simplement un outil de communication. Il devient un espace de négociation relationnelle, où le silence, loin d’être un vide, s’impose comme une respiration nécessaire, une pause dans le flux, un droit à l’intimité.

Politesse 2.0 : changer de logiciel ?

« Appeler, c’est impoli maintenant ? », s’interroge un père. Pour beaucoup d’adultes, le refus de répondre ou l’absence de retour vocal est vécu comme un affront, une rupture des règles élémentaires de la communication. Pourtant, du point de vue adolescent, il s’agit moins de rejet que de nouveaux codes relationnels.

Ces codes redéfinissent les contours de ce qu’on pourrait appeler la « politesse numérique ». Là où l’appel était vu comme un signe d’attention, il peut aujourd’hui être interprété comme une intrusion. À l’inverse, répondre par message permet de cadrer l’échange, de prendre le temps, de mieux formuler… mais aussi de différer ou d’éviter, sans conflit ouvert.

Ce n’est pas que les adolescents manquent d’empathie : c’est qu’ils la pratiquent autrement. De manière plus discrète, plus codifiée, souvent plus asynchrone. Avec leurs pairs, ils partagent des rituels implicites : messages d’annonce avant un appel, envois d’émojis pour signaler son humeur ou sa disponibilité, codes tacites sur les bons moments pour se parler. Ce que certains adultes interprètent comme de la froideur ou une mise à distance est, en réalité, une autre forme d’attention.

À condition d’accepter ces logiques nouvelles, et d’en parler sans jugement, on peut ainsi voir dans cette transformation non pas la fin du lien, mais une réinvention subtile de la manière d’être en relation.

Réinventer le lien… sans l’imposer

Plutôt que de voir dans ce silence téléphonique une crise du dialogue, pourquoi ne pas y lire une occasion de réinventer nos façons de se parler ? Car il est tout à fait possible de désamorcer les tensions liées au téléphone et de cultiver une communication plus sereine entre adultes et adolescents, à condition d’accepter que les codes aient changé et que cela n’a rien d’un drame.

Cela peut commencer par une discussion franche et tranquille sur les préférences de chacun en matière de communication : certains ados préfèrent recevoir un SMS pour les infos pratiques, un message vocal pour partager un moment d’émotion (dire qu’on pense à l’autre), ou un appel uniquement en cas d’urgence. Mettre des mots sur ces usages et préférences, les contractualiser ensemble, c’est déjà une manière de se rejoindre, et même de se faire confiance.




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Avant d’appeler, on peut aussi tout simplement demander par un petit message si l’autre est disponible. Cela permet de quitter la logique de l’injonction pour entrer dans celle de la disponibilité partagée.

Il est tout aussi important d’apprendre à accueillir les silences. Ne pas répondre immédiatement, voire pas du tout, n’est pas forcément un signe de désintérêt, de rejet ou de rupture du lien. C’est parfois juste une manière de respirer, de se recentrer, de préserver son espace mental. Une forme de respect de ses propres limites en somme.

Enfin, il est toujours utile de s’interroger sur nos propres pratiques : et si, nous aussi, adultes, nous expérimentions d’autres façons d’exprimer notre attention, d’autres manières de dire « je suis là », sans forcément appeler ? Un émoji, une photo, un message bref ou différé peuvent être tout aussi parlants. L’attention n’a pas toujours besoin de passer par une sonnerie.

Réconcilier les générations ne passe pas par un retour au combiné filaire, mais par une écoute mutuelle des codes, des envies, des rythmes. Car, au fond, ce que les adolescents nous demandent, ce n’est pas de moins communiquer… c’est de mieux s’ajuster.

The Conversation

Anne Cordier ne travaille pas, ne conseille pas, ne possède pas de parts, ne reçoit pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’a déclaré aucune autre affiliation que son organisme de recherche.

ref. Au téléphone, les adolescents ne répondent plus : manque de politesse ou nouveaux usages ? – https://theconversation.com/au-telephone-les-adolescents-ne-repondent-plus-manque-de-politesse-ou-nouveaux-usages-260831

Vieillir sans maison de retraite : le pari coopératif des « boboyaka » à Bordeaux

Source: The Conversation – France (in French) – By Guy Tapie, Professeur de sociologie, École nationale supérieure d’architecture de Paris Val de Seine (ENSAPVS) – USPC

Habitat coopératif senior : une alternative citoyenne bouscule les modèles classiques.
Profession architecture ville environnement, CC BY-ND

À Bègles (Gironde), près de Bordeaux, une vingtaine de seniors ont créé Boboyaka, une coopérative d’habitat participatif. En quête d’autonomie et de solidarité, ils veulent expérimenter une autre façon de vieillir et proposent une alternative citoyenne aux modèles classiques de logement des aînés. Entre obstacles administratifs et aventure humaine, ce projet se transforme en laboratoire pour tous les seniors qui souhaitent vieillir autrement.


Les boboyaka cassent l’image d’une vieillesse sans projet et une règle d’or les réunit, « vivre ensemble pour vieillir mieux et autrement ».

Le nom sent bon l’autodérision ; « bobo » identifie les racines sociales des coopérateurs, appartenant plutôt aux classes moyennes, la plupart propriétaires de leur habitat actuel, en majorité des femmes seules. L’engagement politique « à gauche », associatif et moderniste, et l’attention humaniste sont communs à tous. « Yaka » est une adresse à tous ceux qui affichent la volonté de changer la société sans vraiment passer à l’acte.

Les boboyaka disent vouloir, pour leur part, transgresser les frontières de classe et agir pour le bien commun. Ils revendiquent leur liberté d’entreprendre, dans une approche humaniste, la conception d’une résidence originale, composée de 20 logements, avec un budget de 4,7 millions d’euros. Tous y croient : débuter le chantier de la résidence fin 2025 et habiter ensemble à Bègles (Gironde), dans le quartier de la Castagne, entre la route de Toulouse, symbole de la modernité urbaine, et la rue Jules-Verne, invitation à un voyage extraordinaire.

Ce n’est ni un hébergement collectif, ni une colocation spécifique, ni une résidence-service public ou privé. Le projet combine préservation de la vie privée et mise en commun. Concrètement, c’est partager des voitures, des machines à laver, à sécher, une buanderie. C’est, tous unis, célébrer la vie collective :

« Une cuisine où l’on pourrait prendre des repas ensemble ; un atelier pour bricoler ou faire des petites choses ; un salon pour regarder des films. »

D’autres espaces sont l’occasion d’échanger avec le quartier, la ville, la société : la crèche associative, par exemple, ou deux logements locatifs destinés à des jeunes en formation ou encore un futur centre sur le vieillissement.

Une alternative aux habitats existants pour seniors

Remontons le temps. Le projet est né en 2007. À cette époque, un groupe amical débat de questions existentielles sur la vie, sur soi, sur les enfants, sur les parents et, d’autres, plus politiques, sur la solidarité entre générations, sur la critique de la propriété privée, sur l’écologie. Pendant deux à trois ans, ils s’interrogent : comment vivre une vieillesse assumée, heureuse, ensemble, dans un lieu solidaire ? Déjà, en matière d’habitat et de vieillissement, cette forme d’anticipation à long terme est rare. Elle ouvre des solutions destinées aux seniors, évitant de grever les dépenses publiques au regard d’une démographie annonçant une hausse spectaculaire des personnes dépendantes.

Les coopérateurs se disent insatisfaits des maisons de retraites, des résidences services ou du domicile, héros d’un vieillissement réussi, critiqué dès lors qu’il implique la solitude, statistiquement plus fréquente au fur et à mesure de l’avancée en âge.

Entre 2010 et 2015, le groupe explore les possibles à partir d’un projet résidentiel esquissé, en termes de localisation, d’organisation, d’architecture et de partenariats. Il regarde ailleurs des projets parents, s’inspirant de la Maison des babayagas de Montreuil, des Chamarels, d’H’Nord, parmi la bonne centaine d’opérations coopératives recensées en France. Il jauge le bien-fondé de son initiative et affirme son identité. Des choix importants sont posés : une coopérative plutôt qu’une copropriété ; vivre en ville plutôt qu’à la campagne ; travailler avec les bons partenaires ; être l’avant-garde d’un mouvement social.

Entre 2015 et 2018, la période est paradoxale. Elle est celle de la consolidation avec quelques choix cruciaux : création de la coopérative, choix d’un architecte et d’un foncier, dépôt d’un permis de construire. Les tâches sont nombreuses et tous azimuts. Bordeaux métropole cède un terrain à bon prix grâce au soutien du maire écologiste de l’époque, Noël Mamère, et au Comité ouvrier du logement, précieux intermédiaire dans l’acquisition du foncier et pour la construction. Oasis de verdure de plus de 3 500 mètres carrés, il se localise dans un quartier nommé La Castagne.

Les boboyaka sur l'emplacement de leur futur habitat coopératif.
Les boboyaka sur l’emplacement de leur futur habitat coopératif.
Profession architecture ville environnement, CC BY-ND

Cette période est aussi un moment un peu chaotique, avec des tensions dans le groupe conduisant au départ de certains, et à la fin de la collaboration avec un premier architecte – à l’initiative des coopérateurs.

Braver les difficultés

Entre 2018 et 2023, il faut digérer la rupture avec l’architecte, il faut gérer le confinement, refaire cohésion. L’activité est ralentie, pesant sur le calendrier du projet. Les effets pervers de la mondialisation économique et la guerre en Ukraine alourdissent le lourd climat post-Covid et poussent à la hausse des taux d’intérêt et des coûts de construction. Le recrutement d’une agence d’architecture plus en harmonie avec les aspirations du groupe est (re)fondateur.

À partir de 2023, la machine se relance, concrétisée par le permis de construire (revu) et par l’appel d’offres de travaux, un mode de fonctionnement du groupe maîtrisé pour maintenir le socle des valeurs et intégré des arrivants. Le financement est toujours en suspens, et le projet subit une cure d’austérité pour entrer dans les prix et limiter le montant de la redevance de chaque coopérateur.

Les boboyaka
Les boboyaka.
Boboyaka, CC BY-ND

Les coopérateurs ont appris aussi, se soutiennent, s’écoutent ; les nouveaux redonnent de l’énergie et dopent ceux qui momentanément se découragent. Le projet veut faire école dans un système de production de l’habitat frileux et réticent à des initiatives citoyennes, émergeant « du bas ». L’opération est labellisée par l’État dans le cadre du programme de l’État, « Engagé pour la qualité du logement de demain » (2022), confortant l’exemplarité et l’audience de la démarche.

Les porte-drapeaux d’une nouvelle société ?

Le projet embarque d’autres acteurs. Experts et professionnels de l’urbanisme et de l’architecture, autorités publiques sont sollicités pour leur soutien technique et financier, leurs compétences de la production immobilière et de maîtrise d’ouvrage. Il y a des sympathies entre eux, des convergences idéologiques, des attentions réciproques (avec Atcoop, le Col, Sage, l’agence d’architecture). D’autres fois, ce sont des oppositions avec des voisins virulents qui ont perdu leur paradis vert ; des incompréhensions avec les banques, surprises par la demande de prêts de seniors, ou avec le premier architecte.

Les coopérations engagées, la pugnacité des bobobyaka et la technicité acquise maintiennent le cap sans dépouiller le projet sous pression de nombreuses réglementations et de négociations « épuisantes ».

Chez les boboyaka, les sujets sociétaux n’effraient pas, « Nous réfléchissons sur la solidarité, l’autogestion, l’écologie et la laïcité. » Les valeurs d’un vivre ensemble ne sont pas galvaudées, car elles lient des personnes dans un collectif affirmé, « une tribu », qui se démarque de l’individualisme dominant et d’un repli entre-soi. Beaucoup s’imaginent en porte-drapeau d’une nouvelle société : les filtres politiques, bureaucratiques et réglementaires, la défiance de partenaires, ont douché les espoirs d’une adhésion spontanée et de conviction.

Il faut de la pédagogie, de la constance et garder son calme malgré l’assaut répété de recours, de refus ou d’attitudes méprisantes. Les boboyaka savent plus que d’autres que le temps est précieux et veulent décider de leur fin de vie.


Cet article est publié dans le cadre de la série « Regards croisés : culture, recherche et société », publiée avec le soutien de la Délégation générale à la transmission, aux territoires et à la démocratie culturelle du ministère de la culture.

The Conversation

Les auteurs ne travaillent pas, ne conseillent pas, ne possèdent pas de parts, ne reçoivent pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’ont déclaré aucune autre affiliation que leur organisme de recherche.

ref. Vieillir sans maison de retraite : le pari coopératif des « boboyaka » à Bordeaux – https://theconversation.com/vieillir-sans-maison-de-retraite-le-pari-cooperatif-des-boboyaka-a-bordeaux-258935

La lune glacée Europe, un phare scintillant dans l’infrarouge ?

Source: The Conversation – France in French (2) – By Cyril Mergny, Postdoctoral research fellow, Université Paris-Saclay

La glace d’eau à la surface d’Europe change au cours des saisons – ici, le taux de glace cristalline sur le premier micromètre d’épaisseur de glace au cours d’un cycle de saisons de 12 ans. Fourni par l’auteur

Europe est une lune de Jupiter entièrement recouverte d’une épaisse croûte de glace. Sous cette carapace, tout autour de la lune, se trouve un océan global d’eau liquide.

Cette lune intéresse particulièrement les scientifiques depuis que les données de la sonde Galileo, à la fin des années 1990, ont révélé des conditions qui pourraient être propices à l’émergence de la vie dans cet océan sous-glaciaire. En effet, c’est le seul endroit dans le système solaire (en dehors de la Terre) où de l’eau liquide est en contact direct avec un manteau rocheux à la base de l’océan. S’il y a du volcanisme sous-marin sur Europe, cela fournirait une source d’énergie, qui, avec l’eau, est l’un des ingrédients essentiels pour générer les briques de base du vivant.

Mais il reste encore de nombreuses inconnues sur la glace en surface d’Europe. Deux nouvelles études lèvent le voile sur un phénomène inattendu.


Grâce à deux nouvelles études, l’une théorique et l’autre issue des observations du télescope James-Webb, nous comprenons aujourd’hui mieux la surface glacée d’Europe. Nous avons notamment montré que la structure atomique de la glace change au fil des saisons, ce que l’on peut voir dans la lumière réfléchie par cette lune, un peu comme un phare qui scintillerait dans la nuit.

Ces nouvelles connaissances seront utiles pour, un jour, envisager de poser un atterrisseur sur Europe, mais aussi pour mieux comprendre les processus géologiques qui façonnent la surface – on ne sait toujours pas, par exemple, bien expliquer l’origine des « rayures » qui façonnent la surface d’Europe.

Dans les prochaines années, nous espérons que le scintillement du « phare atomique » d’Europe pourra être réellement observé, notamment par la sonde Europa Clipper de la Nasa ainsi par que la mission JUICE de l’ESA.

La glace sur Terre et la glace dans l’espace sont différentes

Sur Terre, la glace d’eau dans son environnement naturel se présente sous une seule forme : une structure cristalline, communément appelée « glace hexagonale ».

Cependant, dans l’espace, comme sur Europe, c’est une autre histoire : il fait tellement froid que la glace d’eau peut adopter des formes plus exotiques avec différentes propriétés.

Ainsi, la forme de glace la plus répandue dans l’Univers est la glace dite « amorphe ».

C’est une forme de glace où l’arrangement des molécules d’eau ne présente aucun ordre à grande échelle, contrairement à la glace cristalline qui, elle, possède des motifs répétitifs.

Une analogie à notre échelle humaine serait un étalage d’oranges. Dans le cas cristallin, les éléments sont tous bien rangés, sous la forme d’un réseau périodique. Dans le cas amorphe, les éléments sont en vrac sans aucune position régulière.

des tas d’agrumes
Les agrumes, un peu comme les atomes et molécules, peuvent être disposés de façon plus ou moins organisée. À gauche, il s’agit d’un analogue d’une organisation cristalline à l’échelle atomique, avec des atomes « bien rangés » ; à droite, l’organisation est aléatoire, analogue à une organisation amorphe à l’échelle atomique.
Jen Gunter et Maria Teneva/Unsplash, CC BY

Notre vie quotidienne comprend des exemples de versions amorphes ou cristallines d’un même matériau : par exemple, la barbe à papa contient une forme amorphe du sucre, alors que le sucre de cuisine usuel est cristallin.

En fait, nous nous attendons à ce que le système solaire externe ait de la glace principalement sous une forme amorphe, en premier lieu parce qu’à très faible température (-170 °C sur Europe), les molécules n’ont pas assez d’énergie pour s’organiser correctement ; mais également parce que la structure cristalline a tendance à se briser sous l’effet des bombardements de particules en provenance du Soleil, déviées par la magnétosphère de Jupiter, comme si on envoyait une orange perturbatrice dans un étal bien rangé.

Comparaison de structure de la glace
La glace d’eau peut prendre différentes formes : structure cristalline à gauche et structure amorphe à droite.
Cyril Mergny, Fourni par l’auteur

Les observations spatiales précédentes des années 1990 puis dans la décennie 2010 avaient montré que la glace d’Europe est un mélange de formes amorphes et cristallines. Mais, jusqu’à présent, aucun modèle n’expliquait pourquoi.

Une structure qui change avec les saisons

Pour la première fois, nous avons quantifié la compétition entre la cristallisation, due à la température pendant les heures les plus chaudes de la journée, et l’amorphisation induite par le bombardement en surface de particules issues de la magnétosphère de Jupiter.

Nous avons ainsi montré que la cristallinité est stratifiée sur Europe : une très fine couche en surface est amorphe, tandis que la couche en profondeur est cristalline.

Plus remarquable encore, la simulation a révélé que la cristallinité de la glace en surface pouvait varier selon les saisons ! Bien que les variations saisonnières n’affectent pas la quantité de particules qui bombardent Europe, il fait plus chaud en été, ce qui rend la cristallisation plus efficace et fait ainsi pencher la balance en sa faveur. En été, il fait en moyenne 5 °C plus chaud qu’en hiver, ce qui rend la glace jusqu’à 35 % plus cristalline qu’en hiver dans certaines régions.

Nous en avons conclu que si l’on observait Europe au fil des saisons à travers un spectroscope, cela donnerait l’impression que la surface « scintille » sur une période de douze ans (la durée d’une année sur Europe), comme un phare dans la nuit.

Comment fait-on pour connaître la structure atomique de la glace à une distance de 700 millions de kilomètres ?

Simultanément à notre étude, des astronomes de la Nasa ont observé Europe avec le puissant télescope James-Webb. Leur étude vient de montrer que les résultats de nos simulations sont en accord avec leurs observations. En effet, bien que les deux approches utilisent des méthodes radicalement différentes, elles aboutissent aux mêmes conclusions.

Grâce au spectromètre du James-Webb, les chercheurs ont pu estimer, à distance, la structure atomique de la glace à la surface d’Europe (sur le premier micromètre d’épaisseur). Pour cela, ils ont analysé la lumière réfléchie par Europe dans l’infrarouge (légèrement plus rouge que ce que notre œil peut percevoir) à la longueur d’onde de 3,1 micromètres qui reflète l’état de cristallisation de la glace d’eau.

Ils ont ainsi établi une carte de cristallinité de la lune glacée. En comparant leur carte observée avec celle que nous avons simulée, nous constatons un très bon accord, ce qui renforce notre confiance dans ces résultats.

Sur Europe, la surface est donc parsemée de régions avec de la glace d’eau amorphe et d’autres avec de la glace d’eau cristalline, car la température varie selon les zones. Globalement, les régions les plus sombres absorbent davantage les rayons du Soleil, ce qui les réchauffe et, comme sur Terre, les températures sont plus élevées près de l’équateur et plus basses près des pôles.

comparaison des résultats des deux études
Comparaison de la cristallinité sur l’hémisphère arrière d’Europe : observations versus simulation. À gauche : l’observation par le télescope James-Webb de la profondeur de bande à la longueur d’onde 3,1 micromètres, caractéristique de la glace cristalline. À droite, les résultats de cristallinité de nos dernières simulations sur la même zone. Les deux études indiquent qu’en proche surface, les régions Tara et Powys sont composées de glace cristalline, tandis que la glace amorphe est dominante dans les latitudes nord environnantes.
Cartwright et collaborateurs 2025 ; Mergny et collaborateurs 2025, Fourni par l’auteur

Cependant, l’étude observationnelle utilisant le télescope James-Webb a capturé une photo d’Europe. Elle ne peut donc pas, pour le moment, détecter les scintillements dans l’infrarouge, car il faudrait observer la surface au cours de plusieurs années pour distinguer un changement. Ces fluctuations de la surface sont une nouveauté que nous avons découverte dans notre étude de simulation, et elles restent à être confirmées par des observations.

Nous espérons que les sondes JUICE et Europa Clipper pourront bientôt observer ces oscillations saisonnières de la lumière réfléchie par Europe dans l’infrarouge.

Notre intérêt se porte désormais aussi sur d’autres lunes glacées de Jupiter, où une cohabitation entre glace amorphe et glace cristalline pourrait exister, comme sur Ganymède et sur Callisto, mais aussi sur d’autres corps tels qu’Encelade, en orbite autour de Saturne, ou encore sur des comètes.

The Conversation

Frédéric Schmidt est Professeur à l’Université Paris-Saclay, membre de l’Institut Universitaire de France (IUF). Il a obtenu divers financements publics (Université Paris-Saclay, CNRS, CNES, ANR, UE, ESA) ainsi que des financements privés (Airbus) pour ses recherches.

Cyril Mergny ne travaille pas, ne conseille pas, ne possède pas de parts, ne reçoit pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’a déclaré aucune autre affiliation que son organisme de recherche.

ref. La lune glacée Europe, un phare scintillant dans l’infrarouge ? – https://theconversation.com/la-lune-glacee-europe-un-phare-scintillant-dans-linfrarouge-261435

From painkillers to antibiotics: five medicines that could harm your hearing

Source: The Conversation – UK – By Dipa Kamdar, Senior Lecturer in Pharmacy Practice, Kingston University

DC Studio/Shutterstock

When we think about the side effects of medicines, we might think of nausea, fatigue or dizziness. But there’s another, lesser-known risk that can have lasting – and sometimes permanent – consequences: hearing loss. A wide range of prescription and over-the-counter drugs are known to be ototoxic, meaning they can damage the inner ear and affect hearing or balance.

Ototoxicity refers to drug or chemical-related damage to the cochlea, which affects hearing, and the vestibular system, which controls balance. Symptoms can include tinnitus (ringing in the ears), hearing loss (often starting with high-frequency sounds), dizziness or balance problems or a sensation of fullness in the ears.

These effects can be temporary or permanent, depending on the drug involved, the dose and duration and a person’s susceptibility.

The inner ear is highly sensitive, and most experts believe ototoxic drugs cause damage by harming the tiny hair cells in the cochlea or disrupting the fluid balance in the inner ear. Once these hair cells are damaged, they don’t regenerate – making hearing loss irreversible in many cases.

Around 200 medicines are known to have ototoxic effects. Here are some of the most commonly used drugs to watch out for:

1. Antibiotics

Aminoglycoside antibiotics like gentamicin, tobramycin and streptomycin are typically prescribed for serious infections such as sepsis, meningitis, or tuberculosis – conditions where prompt, aggressive treatment can be lifesaving. In these cases, the benefits often outweigh the potential risk of hearing loss.

These drugs, usually given intravenously, are among the most well-documented ototoxic medications. They can cause irreversible hearing loss, particularly when used in high doses or over extended periods. Some people may also be genetically more vulnerable to these effects.

These drugs linger in the inner ear for weeks or even months, meaning damage can continue after treatment has ended.

Other antibiotics to be aware of include macrolides (such as erythromycin and azithromycin) and vancomycin, which have also been linked to hearing problems, particularly in older adults or people with kidney issues.

2. Heart medicines

Loop diuretics like furosemide and bumetanide are commonly used to manage heart failure or high blood pressure. When given in high doses or intravenously, they can cause temporary hearing loss by disrupting the fluid and electrolyte balance in the inner ear. Around 3% of users may experience ototoxicity.

Some blood pressure medications have also been linked to tinnitus.




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These include ACE inhibitorsdrugs like ramipril that help relax blood vessels by blocking a hormone called angiotensin, making it easier for the heart to pump blood – and calcium-channel blockers like amlodipine, which reduce blood pressure by preventing calcium from entering the cells of the heart and blood vessel walls. While these associations have been observed, more research is needed to fully understand the extent of their effect on hearing.

3. Chemotherapy

Certain chemotherapy drugs, especially those containing platinum – like cisplatin and carboplatin – are known to be highly ototoxic. Cisplatin, often used to treat testicular, ovarian, breast, head and neck cancers, carries a significant risk of permanent hearing loss. That risk increases when radiation is also directed near the head or neck.

Up to 60% of patients treated with cisplatin experience some degree of hearing loss. Researchers are exploring ways to reduce risk by adjusting dosage or frequency without compromising the drug’s effectiveness.




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4. Painkillers

High doses of common pain relievers, including aspirin, NSAIDs – non-steroidal anti-inflammatory drugs such as ibuprofen and naproxen, commonly used to relieve pain, inflammation and fever – and even paracetamol, have been linked to tinnitus and hearing loss.

A large study found that women under 60 who regularly took moderate-dose aspirin (325 mg or more, six to seven times per week) had a 16% higher risk of developing tinnitus. This link was not seen with low-dose aspirin (100 mg or less). Frequent use of NSAIDs as well as paracetamol was also associated with a nearly 20% increased risk of tinnitus, particularly in women who used these medications often.

Another study linked long-term use of these painkillers to a higher risk of hearing loss, especially in men under 60. In most cases, tinnitus and hearing changes resolve once the medication is stopped – but these side effects typically occur after prolonged, high-dose use.

5. Antimalarial drugs

Drugs like chloroquine and quinine – used to treat malaria and leg cramps – can cause reversible hearing loss and tinnitus. One study found that 25–33% of people with hearing loss had previously taken one of these drugs.

Hydroxychloroquine, used to treat lupus and rheumatoid arthritis, has a similar chemical structure and poses a similar risk. While some people recover after stopping the drug, others may experience permanent damage, particularly after long-term or high-dose use.

People with pre-existing hearing loss, kidney disease, or genetic susceptibility face higher risks – as do those taking multiple ototoxic drugs at once. Children and older adults may also be more vulnerable.

If you’re prescribed one of these medications for a serious condition like cancer, sepsis or tuberculosis, the benefits usually outweigh the risks. But it’s still wise to be informed. Ask your doctor or pharmacist if your medicine carries a risk to hearing or balance. If you experience ringing in your ears, dizziness, or muffled hearing, report it promptly.

The Conversation

Dipa Kamdar does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.

ref. From painkillers to antibiotics: five medicines that could harm your hearing – https://theconversation.com/from-painkillers-to-antibiotics-five-medicines-that-could-harm-your-hearing-260671

How young people have taken climate justice to the world’s international courts

Source: The Conversation – UK – By Susan Ann Samuel, PhD Candidate, School of Politics and International Studies, University of Leeds

Pla2na/Shutterstock, CC BY-NC-ND

Youth activist organisations including Pacific Islands Students Fighting Climate Change and World Youth for Climate Justice recently coordinated massive online calls across two different time zones. These two global gatherings were in preparation for a coordinated global youth movement around the release of the most anticipated advisory opinion scheduled to be delivered by the International Court of Justice (ICJ) on July 23 2025.

An advisory opinion is a legal interpretation provided by a high-level court or tribunal with a special mandate, in response to a specific question of law. Simply put, an advisory opinion is not legally binding in the way a court judgement between two nations would be.

But it is authoritative. The opinion carries significant legal, moral and political weight: since states often refer to advisory opinions when shaping policies, judges cite them for decisions and they’re used by civil society to hold governments accountable. An advisory opinion can influence shifting governance and principles governing it. I like to think of it as a northern star — it won’t change the reality but can guide potential outcomes and pave the way for future change.

As one of hundreds of participants attending both the online meetings, plus in my capacity as a researcher investigating the role of youth in climate law and politics, this collective action feels momentous.

The movement for an advisory opinion to ICJ began in 2019 when a few brave young people from the Pacific Islands stood up for the world. Twenty-seven law students at the Vanuatu campus of the University of South Pacific convinced their nation to champion climate action and accountability to the entire world by bringing climate justice to the world court.

For these students in the Pacific, the climate crisis means losing their identity, their culture and their homes to the rising sea levels and weather catastrophes. To the young people across the globe — including me — the concern about not being heard by world leaders becomes a shared reality, even though it is our future at stake.

Four courts, four continents

It’s not just the ICJ that’s delivering an advisory opinion. The world is at a turning point. For the first time, four world courts or tribunals across four continents are being asked to clarify nations’ legal obligations in the face of the climate crisis. The ICJ’s advisory opinion is the centrepiece: but it sits within a broader push primarily by global youth and developing countries — to clarify what human rights, state responsibility and climate justice mean in law.

A “quartet” of advisory opinions now spans four judicial bodies: the International Tribunal for the Law of the Sea, the Inter-American Court of Human Rights, the ICJ, and the African Court on Human and Peoples’ Rights. See the diagram below to check the timeline of each court proceeding.

In addition to the advisory opinions, there are currently 3,113 climate cases across the globe. These include many youth-led cases that bolster solidarity for climate action, call for futureproofing environmental governance, and evoke soft power around the legal proceedings.

These legal proceedings are the result of bold, persistent advocacy. These cases are not abstract. There’s a moral arc here: they primarily stem from advocacy from global youth movements, developing countries, civil society coalitions and frontline communities demanding legal recognition of climate harms and protection of future generations.

As such, the role of youth in bolstering moral power is massive. Their influence in empowering states across the globe to embody climate leadership is critical to pushing for political action, even amid geopolitical realities.

Tracing climate litigation patterns suggests that youth are changing the environmental governance space: as youth litigators (both young lawyers and youth-led cases), youth negotiators and youth activists. Youth across these three spheres — law, politics and activism — are mutually reinforcing each other in their advocacy, unlike ever before.

Themes of climate justice in litigation, negotiation, and social movements are deeply interconnected, rather than isolated from one another. Youth, who are active across all these spheres, often serve as key advocates, thereby reshaping governance dynamics in the process

The push for justice by youth is palpable, despite growing political concerns across the globe. Youth remains the common face of vulnerability, agency and promise. The call for justice is now.


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The Conversation

Susan Ann Samuel receives funding from Prof. Viktoria Spaiser’s UKRI FLF Grant MR/V021141/1 and is supported by the University of Leeds – School of Politics and International Studies.

ref. How young people have taken climate justice to the world’s international courts – https://theconversation.com/how-young-people-have-taken-climate-justice-to-the-worlds-international-courts-261033

Teenagers aren’t good at spotting misinformation online – research suggests why

Source: The Conversation – UK – By Yvonne Skipper, Senior Lecturer in Psychology (Education), University of Glasgow

Body Stock/Shutterstock

Misinformation is found in every element of our online lives. It ranges from fake products available to buy, fake lifestyle posts on social media accounts and fake news about health and politics.

Misinformation has an impact not only on our beliefs but also our behaviour: for example, it has affected how people vote in elections and whether people intend to have vaccinations.

And since anyone can create and share online content, without the kind of verification processes or fact checking typical of more traditional media, misinformation has proliferated.

This is particularly important as young people increasingly turn to social media for all kinds of information, using it as a source of news and as a search engine. But despite their frequent use of social media, teenagers struggle to evaluate the accuracy of the content they consume.

A 2022 report from media watchdog Ofcom found that only 11% of 11 to 17 year olds could reliably recognise the signs that indicated a post was genuine.

My research has explored what teenagers understand about misinformation online. I held focus groups with 37 11- to 14-year-olds, asking them their views on misinformation.


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I found that the young people in the study tended to – wrongly – believe that misinformation was only about world events and scams. Because of this, they believed that they personally did not see a lot of misinformation.

“[My Instagram] isn’t really like ‘this is happening in the world’ or whatever, it’s just kind of like life,” one said. This may make them vulnerable to misinformation as they are only alert for it in these domains.

There was also wide variation in how confident they felt about spotting misinformation. Some were confident in their skills. “I’m not daft enough to believe it,” as one put it.

Others admitted to being easily fooled. This was an interesting finding, as previous research has indicated that most people have a high level of confidence in their personal ability to spot misinformation.

Most did not fact-check information by cross-referencing what they read with other news sources. They relied instead on their intuition – “You just see it, you know” – or looked at what others said in comment sections to spot misinformation. But neither of these strategies is likely to be particularly reliable.

Relying on gut instinct typically means using cognitive shortcuts such as “I trust her, so I can trust her post” or “the website looks professional, so it is trustworthy”. This makes it easy for people to create believable false information.

And a study by Ofcom found that only 22% of adults were able to identify signs of a genuine post. This means that relying on other people to help us tell true from false is not likely to be effective.

Interestingly, the teens in this study saw older adults, particularly grandparents, as especially vulnerable to believing false information. On the other hand, they viewed their parents as more skilled at spotting misinformation than they themselves were. “[Parents] see it as fake news, so they don’t believe it and they don’t need to worry about it,” one said.

Parent and teen girl looking at phones
Teens thought their parents would be better than them at spotting misinformation online.
LightField Studios/Shutterstock

This was unexpected. We might assume that young people, who are often considered digital natives, would see themselves as more adept than their parents at spotting misinformation.

Taking responsibility

We discussed whose role it was to challenge misinformation online. The teens were reluctant to challenge it themselves. They thought it would not make a difference if they did, or they feared being victimised online or even offline.

Instead, they believed that governments should stop the spread of misinformation “as they know about what wars are happening”. But older participants thought that if the government took a leading role in stopping the spread of misinformation “there would be protests”, as it would be seen as censorship.

They also felt that platforms should take responsibility to stop the spread of misinformation to protect their reputation, so that people don’t panic about fake news.

In light of these findings, my colleagues and I have created a project that works with young people to create resources to help them develop their skills in spotting misinformation and staying safe online. We work closely with young people to understand what their concerns are, and how they want to learn about these topics.

We also partner with organisations such as Police Scotland and Education Scotland to ensure our materials are grounded in real-world challenges and informed by the needs of teachers and other adult professionals as well as young people.

The Conversation

Yvonne Skipper has received funding from the ESRC, Education Scotland and British Academy.

ref. Teenagers aren’t good at spotting misinformation online – research suggests why – https://theconversation.com/teenagers-arent-good-at-spotting-misinformation-online-research-suggests-why-260445