En el siglo XXI las organizaciones operan en un entorno de rápidos cambios y alta competitividad, lo que exige una adaptación constante para sobrevivir. En este escenario, las personas y su talento se han convertido en el factor fundamental de diferenciación.
El talento individual
El concepto de talento ha sido estudiado desde diversas ciencias como la psicología, la economía y la sociología, generando un gran interés. Etimológicamente, la palabra talento deriva del griego tálanton y del latín talentum, que originalmente se referían a una medida de peso o una moneda, y evolucionaron para significar inteligencia o dotes intelectuales sobresalientes.
La Real Academia Española (RAE) define talento asimilándolo a inteligencia (“capacidad de entender”) y aptitud (“capacidad para el desempeño de algo”). En general, se refiere a una habilidad o desempeño excepcional en una dimensión humana específica (intelectual, emocional, social, física, artística), implicando que una persona tiene talento para algo en particular, no para todo.
Inteligencia y otros factores
A menudo se ha relacionado el talento con la inteligencia, siendo esta última una condición necesaria, pero no suficiente, para un desempeño sobresaliente. Factores como la personalidad, el ambiente, la motivación y el contexto sociocultural también son cruciales.
Algunos autores sugieren que no es una cualidad puramente innata, sino que se desarrolla a través del trabajo intenso, la motivación, las herramientas del conocimiento y la generación de hábitos (las “10 000 horas” de práctica para alcanzar la maestría).
Además, el talento se conecta con la creatividad, siendo esta una precondición o una expresión del talento: el resultado de la interacción exitosa entre habilidades superiores al promedio, creatividad y compromiso con la tarea.
En la práctica, el talento individual se compone de tres variables: capacidades (conocimientos, habilidades y actitudes), compromiso y acción (velocidad o innovación constante).
El talento colectivo
Aunque la literatura sobre talento individual es vasta, surge la pregunta sobre la contribución del talento colectivo, sugiriendo que “el todo es más que la suma de las partes”.
Este segundo concepto está mucho menos desarrollado en la investigación académica, a pesar de ser imperativo para las organizaciones modernas. Sin embargo, se puede asimilar a otros conceptos relacionados que permiten avanzar en su comprensión como la inteligencia colectiva, el trabajo en equipo y el aprendizaje organizacional.
Inteligencia colectiva
Se la define como una forma de inteligencia que emerge de la cooperación de varias personas para resolver problemas y tomar decisiones. La inteligencia colectiva no depende del promedio de los coeficientes intelectuales individuales, sino de la inteligencia emocional (para la que la armonía social es el factor clave).
Dicha armonía social implica la capacidad de crear unidad en el equipo, permitiendo que todos aporten lo mejor de su talento para el bien común. Factores como el consenso, la empatía, la cooperación, la confianza y la gestión de conflictos facilitan su incremento.
Equipos, ‘comunitazgo’ y co-creación
El talento colectivo se impulsa mediante el trabajo en equipo. Este es crucial para lograr mejores resultados y decisiones al requerir múltiples habilidades y el intercambio de conocimientos, incrementando la satisfacción y creatividad de los empleados.
A diferencia del liderazgo, el comunitazgo centra el foco en el desarrollo de los equipos y la construcción de comunidades. Así, actúa como “pegamento social” que supera el individualismo y promueve la lealtad y el compromiso mutuo entre sus miembros, como lo demuestran organizaciones exitosas como Pixar.
Finalmente, en la era postindustrial, la co-creación con clientes y empleados es esencial para la generación de valor y dar sentido al trabajo, pues exige empatía, trabajo en equipo y cooperación, alineándose directamente con la idea de talento colectivo.
Aprendizaje organizacional
El proceso de crear, retener, transferir y utilizar el conocimiento dentro de una organización se conoce como “aprendizaje organizacional”. Este concepto surge a mediados de los 60 del siglo pasado y está fuertemente interrelacionado con el talento colectivo. Los equipos con alta inteligencia colectiva demuestran mayores habilidades y capacidad de aprendizaje colectivo.
La relación entre equipos multidisciplinares, gestión del talento y aprendizaje organizacional forma un triángulo donde cada variable se alimenta de las otras. El conocimiento se amplifica y difunde de los individuos a toda la organización a través de los equipos, creando un bucle de refuerzo positivo que fortalece la confianza, el compromiso y las relaciones, acelerando el aprendizaje.
Del talento individual al colectivo: una transición necesaria
La mayoría de los modelos de gestión del talento se centran solo en el individuo, asumiendo que la suma de talentos individuales produce el talento colectivo. Sin embargo, equipos bien cohesionados y enfocados en ese talento grupal pueden superar a la suma de individuos altamente talentosos. Este es un proceso inherentemente social que, además, reduce el impacto en la organización cuando personas especialmente talentosas la abandonan.
Para lograr la transición es fundamental:
1.- Una estructura organizacional que permita a los miembros la libertad para desarrollar sus habilidades.
2.- Una cultura que empodere a las personas para mejorar sus comunidades, sin esperar directrices de un líder.
3.- Reconocer el papel crucial de los mandos intermedios, quienes a menudo conocen mejor la organización, comparten sus valores y actúan como catalizadores del compromiso y el flujo del talento colectivo.
4.- Eliminar prácticas que socavan la comunidad, como tratar a los empleados como recursos, despidos masivos injustificados o bonificaciones excesivas para directivos.
5.- Promover activamente la confianza, el compromiso y la colaboración espontánea para la sostenibilidad financiera y social a largo plazo.
Un imprescindible cambio de paradigma
Aunque el estudio del talento individual ha sido predominante, el talento colectivo es la clave para abordar los problemas cada vez más complejos del siglo XXI, muchos de los cuales no pueden ser resueltos desde el individuo aislado.
A pesar de que muchas organizaciones reconocen la importancia de los equipos, a menudo sus modelos de desarrollo de personas siguen anclados en un paradigma puramente individualista. Este énfasis excesivo en las competencias individuales está desfasado, ya que si bien estas son importantes, deben ser vistas en el contexto de lo que un equipo requiere para un desempeño óptimo.
El verdadero desafío y la gran oportunidad para las organizaciones del siglo XXI radica en cambiar sus modelos mentales y de gestión hacia lógicas sistémicas, holísticas y colectivas, que complementen y mejoren las estrictamente individuales.
Al enfocar el desarrollo de las personas en aquello en lo que son más competentes y disfrutan, y fomentar la complementariedad de habilidades, la armonía social, la interdisciplinariedad, la empatía, el compromiso y la confianza, se logra un potencial liberador enorme que impulsa el desarrollo y la innovación en las organizaciones.
Pablo Atela, Ph.D. ha recibido fondos para investigación y consultoría provenientes de varios organismos públicos y privados de España, Mexico, Chile y Colombia, y es consultor en Shackleton Innovation.
Fernando Díez Ruiz no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
It should come as no surprise that United States President Donald Trump’s tariff threats have renewed interest in building pipelines that don’t rely on access to the American market. Almost four million barrels of crude oil cross the Canada-U.S. border each day, generating revenue of more than $100 billion per year — a quarter of Alberta’s GDP.
A February survey by the Angus Reid Institute found that half of Canadians believe the federal government isn’t doing enough to expand pipeline capacity. Meanwhile, two-thirds said they would back reviving the Energy East project — a cancelled pipeline that would have transported oil from western Canada to New Brunswick and Québec.
But would new pipelines truly insulate Canada from the threat of U.S. tariffs? And how much new pipeline capacity is necessary? Despite the apparent urgency of approving new infrastructure projects, these questions remain surprisingly unexplored.
In a recent paper I co-authored with researcher Jotham Peters, which is currently under revision, we applied formal economic modelling techniques to parse through the costs and benefits of new pipelines, and in particular to understand the role of American tariffs in shaping these costs and benefits.
How tariffs could hit Canadian oil producers
In a worst-case scenario where the U.S. follows through on its threat of a 10 per cent tariff on Canadian oil exports, Canadian producers could lose as much as $14 billion in annual revenue — roughly a 10 per cent decrease.
Simply put, Canada’s existing pipeline network severely limits access to markets other than the U.S., and as a consequence oil producers bear the full brunt of American tariffs.
But what if Northern Gateway and Energy East — two previously cancelled pipelines that would have brought Canadian oil to tidewater — had been built?
If Northern Gateway and Energy East were operational in 2025, Canada would be more resilient, but not completely immune, to U.S. tariffs. Instead of a $14 billion loss, tariffs would reduce annual revenue by $9 billion.
Ultimately, the combined capacity of Northern Gateway and Energy East, which would be 1.625 million barrels per day, pales in comparison to the four million barrels per day of existing pipeline capacity connecting Canadian producers with American refineries.
Closing this gap would require an expansion of east-west pipeline capacity far beyond the cancelled pipelines of the last decade.
The economic case for pipelines
So have the recent shifts in U.S. trade policy fundamentally altered the economic case in favour of new east-west pipelines? As with most economic analyses, the answer is complicated.
On the one hand, any progress that mitigates the significant cost of U.S. tariffs are likely dollars well spent. Building new pipelines strengthens the bargaining power of Canadian producers, which carries an additional benefit of potentially increasing the return on each barrel sold to our southern neighbour.
There’s also a long-term capacity issue. Existing pipelines may reach their limit by 2035. In the absence of new pipelines, any new production after 2035 would either need to be transported by rail at a higher cost, or left in the ground.
On the other hand, if the U.S. never follows through on tariffs on energy exports — or if future administrations do not share Trump’s affinity for chaotic trade policy — Canada could end up right back where it started when these projects were cancelled.
All pipelines carry some economic benefit, but such benefits were not enough in 2016 and 2017 to warrant the construction of the Northern Gateway and Energy East pipelines.
Inflated construction costs threaten benefits
The elephant in the room is whether a significant expansion in pipeline capacity could realistically be achieved at reasonable cost. Recent evidence suggests it could be a challenge.
While some of these costs were circumstantial — a major flood affected Trans Mountain, for example — increased efficiency in pipeline construction is necessary for the economic benefits of new pipelines to be realized, regardless of U.S. trade policy.
Beyond economics costs
While our research explores the economic impact of new pipelines in the face of U.S. tariffs, we acknowledge there are other issues that need to be considered.
Chief among them is ensuring Canada meets its constitutional obligation to consult First Nations on decisions, like natural resources projects, that affect their communities and territories. Although this lies beyond our area of expertise, it will inevitably be an important element of consideration for any new pipeline developments.
The environmental impacts of new pipelines are another key concern. These impacts range from local exposure to oil spills to upstream greenhouse gas emissions associated with oil production. While these varying and complex impacts are also beyond the scope of our current work, future research should focus on quantifying the potential environmental impacts of new pipelines.
Our research cannot say whether any new pipeline project is good, bad or in Canada’s national interest. But we can help Canadians reach an informed decision about how changes in U.S. trade policy may or may not alter the economic case for new pipelines in this country.
While Canada would undoubtedly be in a stronger position to respond to U.S. tariffs were Northern Gateway and Energy East operational in 2025, it would still find itself significantly exposed to Trump’s tariff threats.
Fully removing this exposure would require not one but seven pipelines equivalent to Northern Gateway. Whether that’s a goal worth pursuing is a broader question — one we hope our research can help Canadians and policymakers reach on their own.
Torsten Jaccard receives funding from the Social Sciences and Humanities Research Council of Canada.
Source: The Conversation – in French – By Aurélie Manin, Chargée de recherche en Archéologie, Archéozoologie et Paléogénomique, Centre national de la recherche scientifique (CNRS)
On retrouve la trace d’un lien direct avec les chiens du Mexique ancien uniquement chez les chihuahuas. Nic Berlin / Unsplash, CC BY
Une très récente étude dévoile la grande histoire des chiens en Amérique latine. En mettant au jour de nombreux fossiles, les scientifiques ont montré une arrivée très tardive sur ce continent par rapport aux autres et une évolution bouleversée par la colonisation européenne.
Parmi tous les animaux élevés et domestiqués par l’humain, le chien est celui avec lequel nous partageons la plus longue relation, avec des indices de soins et d’inhumation volontaire remontant au moins à 14 000 ans. Mais s’il existe un lien avéré entre les sociétés de chasseurs-cueilleurs du début de l’Holocène, il y a moins de 12 000 ans, et les chiens dans de nombreuses régions du monde, il en est d’autres où ils arrivent bien plus tard.
C’est le cas notamment de l’Amérique centrale et de l’Amérique du Sud, où les plus anciens squelettes de chiens ne datent que d’il y a 5000 à 5500 ans. Or on trouve déjà des chiens en Amérique du Nord il y a près de 10 000 ans en Alaska et plus de 8000 ans dans l’Illinois. Pourquoi observe-t-on un tel décalage ? C’est pour aborder cette question que notre équipe internationale et interdisciplinaire, rassemblant des archéozoologues, des archéologues et des paléogénéticiens, a rassemblé des restes de chiens archéologiques pour analyser les lignées représentées et leurs dynamiques. Nous venons de publier nos résultats dans la revue scientifique Proceedings of the Royal Society B : Biological Science.
Nous avons mis en évidence une diversification génétique des chiens il y a environ 7000 à 5000 ans, qui correspond au développement de l’agriculture et aux transferts de plantes entre les différentes régions, en particulier le maïs.
D’autre part, nos travaux montrent que les lignées présentes aujourd’hui en Amérique sont pour l’essentiel très différentes de celles qui étaient présentes avant la colonisation européenne, il y a 500 ans. Ces dernières descendent de chiens venant d’Europe, d’Asie ou d’Afrique, apportés par le commerce trans-océanique. Ce n’est que chez certains chihuahuas que l’on retrouve la trace d’un lien direct avec les chiens du Mexique ancien.
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Une quarantaine de sites archéologiques analysés
Avec le développement des analyses paléogénétiques (l’analyse de l’ADN ancien), aborder les questionnements archéologiques demande d’associer des chercheurs aux profils variés et c’est ce que notre projet de recherche a permis. Pour étudier l’origine et les dynamiques des populations de chiens en Amérique centrale et du Sud, il nous a fallu identifier et rassembler des squelettes issus de 44 sites archéologiques, qui s’étendent du centre du Mexique au nord de l’Argentine.
Squelette de chien retrouvé sur le site de Huca Amarilla, désert de Sechura, Pérou. Nicolas Goepfert, Fourni par l’auteur
Nous avons travaillé sur des fouilles récentes, nous permettant d’avoir un maximum d’informations sur les contextes d’où venaient les chiens, mais aussi sur la réanalyse de collections anciennes dans lesquelles des restes de canidés avaient été trouvés. Confirmer l’identification de ces chiens a également été un défi : en Amérique du Sud en particulier, il existe de nombreux canidés dont la taille et la morphologie sont proches de celles du chien : renards, loup à crinière, chien des buissons… Il s’agit d’ailleurs d’animaux qui ont pu être proches des groupes humains, jusqu’à être inhumés. C’est donc l’utilisation d’analyses morphologiques fines qui nous ont permis de sélectionner les os et les dents analysés. Nous avons extrait l’ADN de 123 chiens (dont les poils de 12 chiens modernes, pour nous servir de référentiels) dans des laboratoires spécialisés en France, au Muséum national d’histoire naturelle, et au Royaume-Uni, à l’Université d’Oxford.
Le séquençage de cet ADN s’est fait en deux étapes. Nous avons d’abord étudié l’ensemble des fragments d’ADN disponibles qui nous ont permis de confirmer qu’il s’agissait bien de chiens et pas d’autres canidés sauvages. Les critères morphologiques que nous avions utilisés sont donc confirmés. Mais, dans la plupart des cas, le génome de ces chiens n’était pas assez bien couvert par le séquençage pour en dire plus : il s’agit d’une des conséquences de la dégradation de l’ADN, à la mort d’un individu, qui se fragmente intensément et, comme un puzzle aux pièces minuscules, il devient difficile de reconstituer un génome complet.
Squelette de chien retrouvé sur le site de Huca Amarilla, désert de Sechura, Pérou. Nicolas Goepfert, Fourni par l’auteur
Quand l’ADN mitochondrial révèle ses secrets
Dans un second temps, nous avons réalisé une capture de l’ADN mitochondrial pour filtrer les fragments d’ADN contenus dans les échantillons et garder préférentiellement ceux qui se rapportent au génome mitochondrial. En effet, il existe deux sortes d’ADN dans les cellules : l’ADN nucléaire, contenu dans le noyau de chaque cellule, qui provient pour moitié du père et pour moitié de la mère de chaque chien ; et l’ADN mitochondrial, contenu dans les mitochondries de chaque cellule, et qui, au moment de la fécondation, font partie l’ovule. C’est donc un ADN transmis exclusivement par la mère de chaque chien. Or l’ADN mitochondrial est très court (un peu moins de 17 000 paires de bases, contre 2,5 milliards de paires de bases pour l’ADN nucléaire du chien) et il est présent en multiples exemplaires dans chaque mitochondrie. C’est donc un ADN plus facile d’accès pour la paléogénomique.
Schéma d’une cellule avec la localisation de l’ADN nucléaire et mitochondrial. Aurélie Manin, Fourni par l’auteur
Nous avons obtenu suffisamment de fragments d’ADN mitochondrial pour reconstituer les lignées maternelles de 70 individus (8 chiens modernes et 62 chiens archéologiques) et les analyser au moyen d’outils phylogénétiques, c’est-à-dire permettant de reconstituer les liens de parenté entre les chiens. Les arbres phylogénétiques que nous avons pu reconstituer nous ont permis de confirmer que l’ensemble des chiens américains de la période pré-contact (c’est-à-dire avant les colonisations européennes de l’Amérique il y a 500 ans) ont un ADN mitochondrial se rapportant à une seule lignée, traduisant bien l’arrivée du chien en Amérique au cours d’une seule vague de migration.
Néanmoins, nos travaux permettent de préciser que l’ensemble des chiens d’Amérique centrale et du Sud se distinguent des chiens d’Amérique du Nord (Canada et États-Unis actuels) dont ils se séparent il y a environ 7000 à 5000 ans. Cet âge, qui correspond au dernier ancêtre commun à tous les chiens d’Amérique centrale et du Sud, coïncide avec le développement des sociétés agraires, une période pendant laquelle on observe de nombreux mouvements de plantes entre les régions, et notamment celui du maïs, domestiqué au Mexique, qui arrive en Amérique du Sud il y a environ 7000 ans. La structure des lignées maternelles suggère par ailleurs que la diffusion des chiens s’est faite de manière progressive, de proche en proche : les chiens les plus proches géographiquement sont aussi les plus proches génétiquement. Ce principe d’isolement génétique par la distance s’applique normalement plus aux animaux sauvages qu’aux animaux domestiques, dont les mouvements sont avant tout marqués par la volonté humaine qui induit un brassage au gré des échanges culturels. Nous nous sommes interrogés sur les mécanismes de diffusion des chiens en Amérique, suggérant une dispersion relativement libre, liée aux changements d’activités de subsistance et à l’augmentation du stockage des ressources, qui peut avoir contribué à attirer des chiens féraux (vivant à l’état sauvage).
Un chihuahua descendant des chiens précoloniaux
Aujourd’hui, on ne retrouve presque plus trace de ces lignées et leur structuration en Amérique. Un des chiens de notre étude, issu du village indigène de Torata Alta, dans les Andes Centrales, et daté d’avant 1600 de notre ère, possède un ADN maternel d’origine eurasiatique. Les Européens arrivent dans la région en 1532, certainement accompagnés de chiens, et cet individu nous montre que leur lignée s’est rapidement intégrée dans l’entourage des populations locales. C’est le seul animal issu d’un contexte colonial inclus dans notre étude et on ne dispose pas de plus d’informations permettant d’expliquer les mécanismes ayant mené à la diversité génétique des chiens observée aujourd’hui. Quoi qu’il en soit, parmi les chiens de race moderne dont on connaît le génome mitochondrial, un chihuahua porte un génome dont la lignée maternelle remonte aux chiens ayant vécu au Mexique à la période pré-contact. Un indice qui vient corroborer les sources concernant l’histoire de cette race, dont les premiers représentants auraient été acquis au Mexique dans la seconde moitié du XIXe siècle.
Ce travail interdisciplinaire nous a permis de mieux comprendre la diffusion et l’origine des populations de chiens en Amérique centrale et du Sud. Néanmoins, il ne porte que sur l’ADN mitochondrial, et donc sur l’évolution des lignées maternelles. L’analyse du génome nucléaire pourrait révéler d’autres facettes de l’histoire des chiens en Amérique que de futurs travaux permettront de développer.
Les tensions entre Donald Trump et Elon Musk semblent avoir atteint un point de non-retour. Le milliardaire de la tech vient d’annoncer la création de sa propre formation politique, le « Parti de l’Amérique ». Si le bipartisme paraît gravé dans le marbre du système états-unien, cette tentative de troisième voie s’inscrit dans une longue tradition de contestation – avec, jusqu’ici, un succès limité.
L’histoire politique des États-Unis a souvent été façonnée par des élans de colère : colère contre l’injustice, contre l’inaction, contre le consensus mou. À travers cette rage parfois viscérale surgit l’énergie de la rupture, qui pousse des figures marginales ou charismatiques à se dresser contre l’ordre établi.
En ce sens, le lancement par Elon Musk du Parti de l’Amérique (« American Party ») s’inscrit dans une tradition d’initiatives politiques issues de la frustration à l’égard d’un système bipartisan jugé, selon les cas, sclérosé, trop prévisible ou trop perméable aux extrêmes. Ce geste politique radical annonce-t-il l’émergence d’une force durable ou ne sera-t-il qu’un soubresaut médiatique de plus dans un paysage déjà saturé ?
Le système bipartisan : stabilité, stagnation et quête d’alternatives
Depuis le début du XIXe siècle, le paysage politique américain repose sur un duopole institutionnalisé entre le Parti démocrate et le Parti républicain. Ce système, bien que traversé par des courants internes parfois contradictoires, a globalement permis de canaliser les tensions politiques et de préserver la stabilité démocratique du pays.
L’alternance régulière entre ces deux forces a assuré une continuité institutionnelle, mais au prix d’un verrouillage systémique qui marginalise les initiatives politiques émergentes. Le scrutin uninominal majoritaire à un tour, combiné à une logique dite de « winner takes all » (lors d’une élection présidentielle, le candidat vainqueur dans un État « empoche » l’ensemble des grands électeurs de cet État), constitue un obstacle structurel majeur pour les nouveaux acteurs politiques, rendant leur succès improbable sans une réforme profonde du système électoral.
Historiquement, plusieurs tentatives ont cherché à briser ce duopole. L’exemple le plus emblématique reste celui de Theodore Roosevelt (président de 1901 à 1909), qui, en 1912, fonda le Progressive Party (ou Bull Moose Party), dont il devint le candidat à la présidentielle de cette année. Le président sortant, William Howard Taft, républicain, vit alors une grande partie des voix républicaines se porter sur la candidature de Roosevelt, qui était membre du Parti républicain durant ses deux mandats, ce dernier obtenant 27 % des suffrages contre 23 % pour Taft ; le candidat du parti démocrate, Woodrow Wilson, fut aisément élu.
Plus récemment, en 1992, dans une configuration assez similaire, le milliardaire texan Ross Perot capta près de 20 % des voix en tant que candidat indépendant lors de l’élection remportée par le démocrate Bill Clinton devant le président sortant, le républicain George H. Bush, auquel la présence de Perot coûta sans doute un nombre considérable de voix. Perot allait ensuite fonder le Reform Party en 1995. Sa rhétorique anti-establishment séduisit un électorat désabusé, mais son mouvement s’effondra rapidement, victime d’un manque de structure organisationnelle, d’idéologie claire et d’ancrage local.
Ross Perot (à droite) lors du troisième débat l’opposant à Bill Clinton et à George H. Bush lors de la campagne présidentielle de 1992. George Bush Presidential Library and Museum
D’autres figures, telles que les écologistes Ralph Nader (2000, 2004, 2008) et Jill Stein (2012, 2016, 2024) ou le libertarien Gary Johnson (2012 et 2016), ont également porté des candidatures alternatives, mais leur impact est resté marginal, faute de relais institutionnels et d’un soutien électoral durable.
Cette récurrence de la demande pour une « troisième voie » reflète la complexité croissante de l’électorat américain, composé de modérés frustrés par l’immobilisme partisan, de centristes orphelins d’une représentation adéquate et d’indépendants en quête de solutions pragmatiques. Ce mécontentement, ancré dans la perception d’un système bipartisan sclérosé, offre un terrain fertile à des entreprises politiques disruptives, telles que le Parti de l’Amérique d’Elon Musk, qui cherche à transformer cette frustration en une force politique viable.
Le Parti de l’Amérique : une réappropriation symbolique et une réponse au trumpisme
Le choix du nom « Parti de l’Amérique » n’est pas anodin ; il constitue une déclaration politique en soi. En adoptant l’adjectif « American », Musk opère une réappropriation symbolique de l’identité nationale, se positionnant comme une force de rassemblement transcendant les clivages partisans.
Cette stratégie rhétorique vise à redéfinir le débat sur ce que signifie être « américain », un enjeu central dans le discours politique contemporain. Le nom, volontairement générique, cherche à minimiser les connotations idéologiques spécifiques (progressisme, conservatisme, libertarianisme) pour privilégier une identité englobante, à la fois patriotique et universelle, susceptible d’attirer un électorat lassé des divisions partisanes. En outre, en reprenant cette dénomination, qui a été celle de plusieurs formations politiques par le passé, Musk joue avec une mémoire politique oubliée, tout en expurgeant ce terme de ses anciennes connotations xénophobes pour en faire un vecteur d’unité et de modernité.
En effet, dans l’histoire des États-Unis, plusieurs partis politiques ont porté le nom d’American Party bien avant l’initiative d’Elon Musk. Le plus célèbre fut l’American Party des années 1850, aussi connu sous le nom de Know-Nothing Party, un mouvement nativiste opposé à l’immigration, en particulier à celle des catholiques irlandais. Fondé vers 1849, il a connu un succès politique important pendant quelques années, faisant élire des gouverneurs et des membres du Congrès, et présentant l’ancien président Millard Fillmore (1850-1853) comme candidat à l’élection présidentielle de 1856.
Après le déclin de ce mouvement, d’autres partis ont adopté le même nom, notamment dans les années 1870, mais sans impact significatif. En 1924, un autre American Party émerge brièvement comme plate-forme alternative, sans succès durable. Le nom est aussi parfois confondu avec l’American Independent Party, fondé en 1967 pour soutenir George Wallace, connu pour ses positions ségrégationnistes ; ce parti a parfois été rebaptisé American Party dans certains États.
En 1969, une scission de ce dernier a donné naissance à un nouvel American Party, conservateur et anti-communiste. Par la suite, divers petits groupes ont repris ce nom pour promouvoir un patriotisme exacerbé, des idées anti-globalistes ou un retour aux valeurs fondatrices, mais sans réelle influence nationale. Ainsi, le nom American Party a été utilisé à plusieurs reprises dans l’histoire politique américaine, souvent par des partis à tendance nativiste, populiste ou conservatrice, et porte donc une charge idéologique forte.
Le lancement du Parti de l’Amérique de Musk s’inscrit également dans une opposition explicite au trumpisme, perçu comme une dérive populiste du conservatisme traditionnel. Musk, par sa critique des projets budgétaires de Donald Trump, exprime une colère ciblée contre ce qu’il considère comme une gestion économique irresponsable et des politiques publiques inefficaces.
Cette opposition ne se limite pas à une divergence tactique, mais reflète une volonté de proposer une alternative fondée sur une vision techno-libérale, où l’innovation, la rationalité scientifique et l’entrepreneuriat occupent une place centrale. Le Parti de l’Amérique se présente ainsi comme un refuge pour les électeurs désenchantés par les excès du trumpisme et par les dérives perçues du progressisme démocrate, cherchant à dépasser le clivage gauche-droite au profit d’un pragmatisme axé sur l’efficacité, la transparence et la performance publique.
Une idéologie floue : aspirations économiques plutôt que fondements doctrinaires
Le Parti de l’Amérique, malgré son ambition de réinventer la politique américaine, souffre d’une absence de fondements idéologiques cohérents. Plutôt que de s’appuyer sur une doctrine politique clairement définie, le mouvement semble guidé par des aspirations économiques et financières, portées par la vision entrepreneuriale de Musk.
Cette approche privilégie la méritocratie technologique, l’optimisation des ressources publiques et une forme de libertarianisme modéré, qui rejette les excès de la régulation étatique tout en évitant les dérives de l’anarcho-capitalisme. Cependant, cette orientation, centrée sur l’efficacité et l’innovation, risque de se réduire à un programme technocratique, dénué d’une vision sociétale ou éthique plus large.
Le discours du Parti de l’Amérique met en avant la promesse de « rendre leur liberté aux Américains » mais la nature de cette liberté reste ambiguë. S’agit-il d’une liberté économique, centrée sur la réduction des contraintes fiscales et réglementaires pour les entrepreneurs et les innovateurs ? Ou bien d’une liberté plus abstraite, englobant des valeurs civiques et sociales ? L’absence de clarification sur ce point soulève des questions quant à la capacité du parti à fédérer un électorat diversifié.
En se focalisant sur des objectifs économiques – tels que la promotion des mégadonnées, de l’intelligence artificielle et de l’entrepreneuriat – au détriment d’une réflexion sur les enjeux sociaux, culturels ou environnementaux, le Parti de l’Amérique risque de se limiter à une élite technophile, éloignant les électeurs en quête d’un projet politique plus inclusif. Cette orientation économique, bien que séduisante pour certains segments de la population, pourrait ainsi entraver la construction d’une base électorale suffisamment large pour concurrencer les partis établis.
Les défis de la viabilité : entre ambition et réalité électorale
La viabilité du Parti de l’Amérique repose sur plusieurs facteurs décisifs : sa capacité à s’implanter localement, à recruter des figures politiques crédibles, à mobiliser des ressources financières et médiatiques durables, et surtout à convaincre un électorat de plus en plus méfiant à l’égard des promesses politiques.
Si Elon Musk dispose d’un capital symbolique et économique considérable, sa transformation en une dynamique collective reste incertaine. Le système électoral américain, avec ses mécanismes favorisant les grands partis, constitue un obstacle majeur. Sans une crise systémique ou une réforme électorale d’envergure, le Parti de l’Amérique risque de reproduire le destin éphémère de ses prédécesseurs.
De plus, la figure de Musk est profondément polarisante. Sa colère, catalyseur de cette initiative, traduit un malaise réel dans la société américaine, mais sa capacité à fédérer au-delà de son audience habituelle – composée d’entrepreneurs, de technophiles et de libertariens – reste à démontrer. Le succès du Parti de l’Amérique dépendra de sa capacité à transcender l’image de son fondateur (lequel ne pourra pas, en tout état de cause, se présenter à l’élection présidentielle car il n’est pas né aux États-Unis) pour incarner un mouvement collectif, ancré dans des structures locales et des propositions concrètes.
Le Parti de l’Amérique, malgré l’aura de son instigateur, risque de demeurer un sursaut protestataire plutôt qu’une force durable. Toutefois, il révèle une vérité profonde : l’Amérique contemporaine est en quête d’un nouveau récit politique, et la colère, lorsqu’elle est canalisée, peut parfois poser les bases d’une transformation.
Reste à savoir si le « grand soir » annoncé par Musk saura prendre racine ou s’évanouira dans le tumulte électoral.
Frédérique Sandretto ne travaille pas, ne conseille pas, ne possède pas de parts, ne reçoit pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’a déclaré aucune autre affiliation que son organisme de recherche.
Source: The Conversation – in French – By Caroline Trémeaud, Chargée de recherche Service archéologique des Ardennes, UMR 8215 Trajectoires, Centre national de la recherche scientifique (CNRS)
La notion de genre a commencé à émerger en archéologie à la fin des années 1970, dans les pays nordiques et anglo-saxons. Sa conceptualisation théorique se concrétise à partir des années 1990 avec une multiplication des monographies sur cette question, tant en Europe qu’outre-Atlantique. Or, la recherche française en archéologie, notamment en pré- et protohistoire, ne s’est pas du tout intéressée aux problématiques de genre et ne les a pas intégrées à ses recherches. Pourquoi ?
La première moitié du XXe siècle voit apparaître les prémices des réflexions sur la notion de « rôles sexuels » dans les sciences humaines et sociales, avec notamment les travaux de l’anthropologue américaine Margaret Mead. A la fin des années 1950, Simone de Beauvoir marque une étape avec la distinction entre la femelle et la femme, et son célèbre : « On ne naît pas femme, on le devient ».
A partir des années 1970, avec la montée des mouvements féministes, les sciences humaines et sociales s’emparent de la question des femmes. Entre 1970 et 1990, on assiste à une véritable conceptualisation du genre : sa distinction avec le sexe, sa définition comme un système de différenciation, mais aussi de domination. La terminologie est mise en place et le genre apparaît comme une discipline à part entière au sein des sciences humaines et sociales.
Parallèlement, le genre émerge également en archéologie dès la fin des années 1970, dans un premier temps en Préhistoire, où les problématiques liées à l’interprétation des structures sociales étaient très présentes. Les pays nordiques et le monde anglo-saxon s’emparent du sujet au travers de plusieurs séminaires et publications visant à redonner une place aux femmes comme sujet d’étude, et à gommer les biais androcentriques (qui consistent à envisager le monde d’un point de vue masculin). Les problématiques de genre en archéologie sont définitivement ancrées au début des années 1990 comme un champ de recherche à part entière.
Mais l’archéologie française est restée à l’écart de ce phénomène. Cette constatation est récurrente et soulignée par de nombreux chercheurs sur le genre. Il faut attendre le milieu des années 2010 pour que les premiers ouvrages sur ce sujet soient publiés en France.
Le phénomène est d’autant plus curieux que dans les autres disciplines des sciences humaines et sociales, la recherche française n’est pas absente des problématiques de genre : elle s’y est généralement intéressée dans une chronologie similaire à celle du monde anglo-saxon. Comment expliquer donc cette absence en archéologie ?
Une terminologie problématique en France ?
Le problème de légitimité du terme même de « genre », souvent souligné pour les sciences sociales, est à envisager. En effet, la recherche d’occurrences dans les publications fait clairement ressortir l’absence de l’expression « archéologie du genre » mais aussi la présence d’une autre terminologie : « histoire des femmes », « place des femmes ».
Ce problème de vocabulaire pourrait être lié à la polysémie même du terme de genre, qui est souvent évoquée pour expliquer sa moindre utilisation : le mot renvoie au genre grammatical ou au genre des naturalistes (mâle-femelle), voire à la catégorisation en littérature. Ce problème n’est pas propre à l’archéologie, et s’est traduit dans les sciences sociales françaises avec trois appellations successives depuis les années 1970 : « Études sur les femmes », « Études féministes » et, enfin, « Études sur le genre ».
Les mêmes hésitations ou réticences à utiliser le terme genre ont été à l’œuvre en archéologiques mais une trentaine d’années plus tard, dans les années 2010, lorsque les premières thèses sur le sujet sont réalisées. Ainsi, en 2009, le travail doctoral de Chloé Belard a commencé sous l’appellation : « Les femmes en Champagne pendant l’âge du fer et la notion de genre en archéologie funéraire (dernier tiers du VIe – IIIe siècle av. J.-C.) ». Lors de sa publication en 2017, son titre était devenu : « Pour une archéologie du genre, les femmes en Champagne à l’âge du Fer ». De la simple notion, une véritable revendication du terme (et du travail qui en découle) apparaît alors.
La question du vocabulaire reste cependant insuffisante pour expliquer l’absence de recherche sur cette problématique en archéologie. En effet, bien que son usage soit polémique, les problématiques sont apparues dans d’autres disciplines. Alors, pourquoi des études sur la place des femmes, ou les rapports sociaux de sexe n’ont pas émergé en archéologie française, en Pré – et Protohistoire dès les années 1990 ?
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Une discipline peu adaptée ?
L’hypothèse d’une discipline d’où les femmes (chercheuses) seraient absentes, ce qui n’aurait pas permis de prendre le train du genre en marche, n’est pas recevable : les Françaises archéologues n’étaient ni moins nombreuses, ni moins impliquées que dans d’autres pays.
Une hypothèse propre aux particularités de la discipline archéologique (des données trop fragmentaires, trop ponctuelles) pourrait être proposée. Néanmoins, pourquoi cette limite serait-elle propre à la recherche française ? Le monde anglo-saxon a au contraire développé les recherches sur le genre en archéologie.
L’archéologie française est peut-être restée plus longtemps dans une approche « processualiste » de l’archéologie, plus rattachée à l’étude des cultures matérielles, objective et cartésienne des données ; se tenant alors plus éloignée d’une archéologie théorique et de l’archéologie « post-processualiste », alors que cette dernière prenait son essor dans le monde anglo-saxon, facilitant l’émergence des études de genre.
Entre un manque d’institutionnalisation, les difficultés du terme à s’imposer jusque dans les années 2000 et des données à priori peu adaptée à cette problématique, l’absence de genre en archéologie pré – et protohistorique apparaît comme multifactorielle. Aucune hypothèse explicative ne semble suffisante pour justifier cette lacune ? D’autant qu’en archéologie, en France, des questions sur la place des femmes se sont posées lors de certaines fouilles…
Le cas de la Dame de Vix
En février 1953, dans le nord de la Côte d’Or, à Vix, est découverte une sépulture princière de la fin du VIe s. av. J.-C., comportant notamment un torque en or de plus de 400g et un cratère en bronze d’une capacité de 1 100 l. L’absence d’arme lance un vif débat : cela ouvre la possibilité qu’il puisse s’agir d’une tombe féminine.
En archéologie, une tombe masculine particulièrement riche soulève peu de questions d’interprétation : il s’agit probablement d’un personnage dirigeant. Mais s’il s’agit d’une femme, sa richesse n’est que rarement interprétée comme une marque de son propre pouvoir, mais comme le signe qu’elle est liée à un homme puissant (son mari, son père ou son frère…) On pourrait imaginer que le principe du rasoir d’Ockham s’appliquerait : pour une tombe très riche, avec tous les marqueurs de pouvoirs, peu importe le sexe ou le genre de la personne, l’hypothèse d’un personnage dirigeant doit être discutée. Mais ce n’est pas le cas.
Pendant un demi-siècle, articles scientifiques et de recherches vont essayer de répondre à la question : qui est la Dame de Vix ?
Les hypothèses vont se succéder : religieuse, travestissement, situation de régence… En 2002, on suppose même qu’elle devait être extrêmement laide, ce qui lui aurait permis d’avoir une forme de pouvoir spirituel ou religieux, une position sociale prééminente qui expliquerait sa richesse. Il aura fallu des études ADN (récemment confirmée par la réouverture des fouilles) pour que son sexe ne soit plus remis en question : il s’agit bien d’une femme.
L’aspect le plus étonnant n’est pas tant dans la démultiplication des stéréotypes ou le biais hétéronormatif que souligne cette littérature, mais dans une sorte d’aporie : durant ces 50 ans de débats autour de la Dame de Vix, jamais une réflexion plus globale sur la place des femmes ou sur les rapports sociaux de sexe dans ces sociétés ne sera posée. L’analyse reste au niveau anecdotique, sur un cas particulier.
De l’occultation du genre à l’effet de mode
Depuis le milieu des années 2010, les choses s’améliorent. Le dynamisme des études de genre en archéologie est désormais bien visible, que ce soit à travers la multiplication des publications, des travaux universitaires ou encore des journées d’étude. Cette évolution positive permet une visibilité accrue, des échanges renforcés et stimulés.
Il ne manque désormais qu’une reconnaissance de cette spécialité au travers d’une institutionnalisation universitaire avec l’intégration concrète du genre dans les formations et la création de postes spécialisés.
Ces deux dimensions manquent cruellement. En effet, le genre est devenu le mot-clé des institutions pour promouvoir l’égalité. Aussi bénéfique qu’elle soit, cette reconnaissance est à double tranchant. Sans une approche théorique et méthodologique sérieuse, faire du genre en archéologie revient presque à appliquer les mêmes stéréotypes que ceux dénoncés. Le genre est un réel outil que l’archéologie doit s’approprier : il paraît aujourd’hui plus que nécessaire de le définir, le redéfinir et expliquer son pouvoir heuristique, pour éviter les dérives interprétatives et abus théoriques.
La légitimation du genre en archéologie semble acquise. Désormais, l’archéologie se doit de dépasser l’engouement et produire une archéologie du genre rigoureuse.
Dans un monde où les discours circulent de plus en plus vite et peuvent être générés par des machines, il importe plus que jamais d’apprendre aux élèves à remettre en contexte ce qu’ils lisent et à comparer leurs sources, en s’interrogeant sur les intentions des locuteurs. Exemple en classe de CM2.
Dans un contexte marqué par une surabondance d’informations issues des réseaux sociaux et d’internet, il devient de plus en plus difficile, pour les jeunes, de distinguer les sources fiables des contenus mensongers. Dans ce contexte, le rôle des enseignants dans le développement des compétences critiques des élèves s’avère crucial.
Peu de chercheurs en didactique se sont véritablement attelés à définir ce que recouvre la notion de critique. Ce n’est pas une discipline officiellement enseignée. Cette notion est transversale, on parle plutôt de compétence critique ou de pensée critique.
Voici ce que propose Hannah Arendt dans Juger, sur la philosophie politique de Kant : « Le penser critique n’est possible que là où les points de vue de tous les autres sont ouverts à l’examen ». L’examen c’est l’analyse, l’observation minutieuse d’un élément pour établir une réalité. En histoire, il est difficile d’établir une vérité en dehors des faits, un document portant toujours le point de vue de celui qui l’a créé. On préfère donc le terme de réalité. Afin de mener cet examen, comment s’y prend-on ? Quel processus peut être mis en œuvre ?
Le rôle de l’enseignant
La classe se structure autour de plusieurs pôles : l’enseignant, les élèves et le savoir en jeu, constituant ce que l’on désigne généralement comme le triangle didactique. En amont de la séance, l’enseignant engage une réflexion préalable sur les savoirs à transmettre. Il est alors pertinent d’analyser les modalités concrètes qu’il mobilise en situation d’enseignement, sous la forme de gestes professionnels.
L’enseignant va utiliser cet outil pour guider, orienter les élèves vers le savoir qu’il a décidé de viser : ici, la compétence critique. Étudier son rôle et son langage est donc une entrée pour mieux comprendre le discours des élèves et, à travers leurs paroles, leur faire apprendre un savoir, une compétence. Le discours de l’enseignant va être analysé au prisme de ce qu’on appelle les gestes professionnels langagiers didactiques.
Ce concept de gestes professionnels trouve son origine dans la psychologie du travail. Il renvoie d’abord à des gestes corporels : l’enseignant se déplace, mobilise ses mains et exprime des intentions à travers ses mimiques. Ces gestes sont qualifiés de « professionnels » car ils contribuent à l’instauration de codes partagés au sein de la classe (corriger des copies par exemple). Ils sont également langagiers, dans la mesure où le langage constitue l’outil central de l’enseignant pour transmettre des connaissances : il s’agit d’un discours structuré autour d’un objectif d’apprentissage. Enfin, ces gestes sont didactiques, en ce qu’ils participent à la construction d’un savoir ciblé. Cet ensemble de gestes relève d’un processus d’étayage, visant à guider et orienter l’activité cognitive des élèves.
L’enseignant mobilise le langage de diverses manières : pour mettre en lumière le thème de la discussion (geste de focalisation), valoriser l’intervention d’un élève en la reprenant (geste de reprise), attirer l’attention sur un élément pertinent à analyser (geste de pointage), reformuler et enrichir les propos d’un élève (geste de reformulation), ou encore établir des liens avec des connaissances précédemment construites (geste de tissage didactique).
Ces gestes de l’enseignant peuvent amener les élèves à se poser des questions, à réfléchir et à débuter la construction d’une compétence critique.
Un cours d’histoire en CM2
Les données sont recueillies dans une classe de CM2 lors des séances d’histoire. La démarche de cette recherche est d’étudier des lettres de poilus présentant des points de vue différents, voire divergents. Les élèves sont confrontés à l’avis de quelqu’un qui a vraiment existé et qui nous livre sa pensée. Les élèves sont amenés à utiliser les mêmes outils que les historiens pour comprendre les documents : mener des enquêtes.
Ici il s’agit de deux lettres de poilus (Giono et Prieur) qui ont écrit en étant au même endroit (1916 à Verdun) mais pas tout à fait au même moment. Voici les lettres transcrites.
Initier les élèves à un questionnement méthodique
Afin de mettre en évidence l’intérêt des gestes professionnels langagiers didactiques dans les propos de l’enseignante et leur rôle dans la construction d’une pensée critique, nous analysons un échange portant sur la lettre de Giono (la lettre de Prieur ayant également été travaillée en classe). L’enseignante est désignée par l’abréviation PE, et les prénoms des élèves ont été modifiés. La transcription rend fidèlement les échanges, y compris les erreurs de langage. Les gestes professionnels langagiers didactiques repérés sont signalés en gras.
Fourni par l’auteur
Dans le tour de parole 335, l’enseignante focalise l’attention des élèves sur l’objet de la discussion, à savoir la lettre de Giono. Elle reformule alors l’intervention d’une élève en soulignant que la lettre de Prieur « dit la vérité ». Elle oriente ensuite le regard des élèves vers la lettre de Giono et les invite à réfléchir à la question de sa véracité.
Cela entraîne des réponses intéressantes de la part des élèves : « il ment » (Giono), un autre précise « il dissimule la vérité ». Les élèves questionnent le contenu de la lettre de Giono et réalisent que l’auteur ment : ce que dit Giono est donc potentiellement faux.
L’enseignante reprend sans modification l’intervention d’Archie et demande des précisions sur les indices qui le mènent à cette conclusion.
L’enseignante précise sa question : que manque-t-il dans cette lettre pour être crédible ?
Les élèves répondent de deux manières : en citant les éléments manquants tel le lexique en lien avec le domaine de la guerre (qui sont évoqués dans la lettre de Prieur) et, en réalisant que l’auteur parle de joie, terme qui ne coïncide pas avec la thématique guerrière.
L’enseignante reprend la remarque d’Archie sur le mot « joie » en donnant son avis (« choquant »). Elle incite les élèves à continuer leur enquête en cherchant d’autres mots inattendus dans la lettre de Giono. Archie trouve tout de suite le mot « heureux ».
Fourni par l’auteur
L’enseignante questionne ensuite les élèves dans l’objectif de replacer la situation dans un contexte qui leur permet de comprendre le décalage entre être heureux et être en guerre. Elle engage un tissage didactique, pour chercher un lien entre ce qu’ils connaissent et ce qui est travaillé en classe : « A quel moment de votre vie vous êtes heureux ? »
Jane se positionne et estime que Giono dit la vérité, mais la sienne, en omettant l’aspect négatif que représentent la guerre et ses combats.
Les élèves comprennent ensuite que Giono s’adresse à ses parents âgés et qu’il cherche à ne pas les inquiéter. La compétence critique permet alors aux élèves de saisir non seulement ce que dit l’auteur, mais surtout pourquoi il le formule de cette manière et pas autrement. Elle les amène à comprendre qu’un texte ne se limite pas à transmettre une information : il produit un discours – au sens fort du terme – qui poursuit un objectif spécifique (ici, rassurer ses parents). Les gestes de l’enseignante visent précisément à guider les élèves vers cette compréhension.
Initier les élèves à un questionnement méthodique permettant de mieux comprendre la fonction d’un document relève de gestes professionnels que l’enseignant peut mettre en œuvre en classe. On le voit bien dans cet extrait de transcription : l’enseignante pose des questions pour orienter la réflexion des élèves et cela permet aux élèves de questionner ce qu’ils lisent.
Face aux réseaux sociaux, l’école primaire et le travail autour de la compétence critique doivent permettre aux jeunes d’être en mesure d’analyser les informations reçues et de pouvoir les trier.
Marie Coutant ne travaille pas, ne conseille pas, ne possède pas de parts, ne reçoit pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’a déclaré aucune autre affiliation que son organisme de recherche.
Le gouvernement espère toujours un accord entre partenaires sociaux dans le cadre du conclave sur la réforme des retraites. Mais quelle serait la valeur juridique de ce « conclave » ?
Tentant de clore le vif débat ouvert par l’adoption de la Loi au sujet du recul de l’âge légal de départ à la retraite à 64 ans, le 1er ministre a proposé aux représentants des salariés et des employeurs une procédure qu’il a qualifié de « conclave ». Cette dénomination évoquant la désignation d’un nouveau pape est d’autant plus mal choisie qu’elle renvoie en réalité à une vieille procédure fort républicaine de « concertation ». Quels sont ses fondements et ses modalités ?
La « concertation » selon la loi
Notre système politique a longtemps connu une tradition de « concertation » informelle ayant porté ses fruits en donnant lieu à des accords interprofessionnels fondateurs notamment dans le domaine des retraites (accords sur les régimes complémentaires de retraites des salariés cadres – AGIRC – en 1947 ainsi que non-cadres – ARRCO – en 1961). Toutefois la loi du 31 janvier 2007 a institué une procédure de « concertation » préalable aux votes de projets de Loi portant sur les relations individuelles et collectives du travail, l’emploi et la formation professionnelle.
Pour certains, cette institutionnalisation de la participation des parties prenantes à la formation de la loi représente un effort méritoire accordant une nouvelle place aux destinataires de la loi, mais pour d’autres il s’agit bien au contraire d’un abaissement supplémentaire de la place du parlement, voire une atteinte inadmissible à la souveraineté du peuple s’exprimant normalement par la représentation parlementaire. En effet, l’article 3 de notre Constitution précise que : « la souveraineté nationale appartient au peuple qui l’exerce par ses représentants et par la voie du referendum. Aucune section du peuple ni aucun individu ne peut s’en attribuer l’exercice ». Par conséquent, dans les différentes branches du droit, la Loi est exclusivement formée par des parlementaires, le cas échéant sur un projet du gouvernement.
Néanmoins, en matière de droit du travail, la formation de la loi fait désormais l’objet d’une délibération publique associant divers acteurs privés considérés comme représentatifs et dont l’avis est sollicité de façon formelle. Cette procédure ne se confond pourtant pas avec la consécration d’une négociation collective interprofessionnelle préalable au vote de la Loi. Il ne s’agit pas de prévenir (ou de régler) un éventuel antagonisme social par le procédé de la négociation collective, mais de préférer un « dialogue » afin d’obtenir une mise en œuvre efficace des réformes voulues par les autorités publiques.
Pas de compétence autonome des partenaires sociaux
Dans plusieurs systèmes juridiques, comme en Allemagne (l’article 9, alinéa 3 de la constitution allemande, les acteurs sociaux ont obtenu un champ de compétence autonome constituant un domaine réservé en matière de droit du travail. C’est ce qu’ont réclamé les partenaires sociaux français (positions communes des 16 juillet 2001 et 9 avril 2008 sans obtenir satisfaction. En droit français, il n’existe pas de liste de thèmes pour lesquels les protagonistes sociaux bénéficient d’une priorité d’intervention leur permettant de supplanter le législateur. Si le principe constitutionnel de participation garantit et soutient la contribution de la négociation collective à la production normative du droit du travail, le législateur fixer toujours les grands principes.
La « concertation » représente donc un prudent englobement de la « démocratie sociale » par la « démocratie politique », conférant aux acteurs sociaux la possibilité de discuter les termes des projets de réformes du droit du travail mais conservant au bout du compte au législateur le pouvoir du « dernier mot » comme l’écrit Alain Supiot.
Un gouvernement peu contraint par la « concertation »
En outre, l’examen de la portée effective de cette « concertation » démontre sa modestie. Soulignons d’abord que les modalités prescrites sont très peu contraignantes. En effet, le Conseil Constitutionnel et le Conseil d’État estiment que si la Loi adoptée n’a pas respecté la procédure prévue par les articles n°1 et suivants du Code du travail, mais qu’elle a tout de même suivi une procédure de « concertation » au moins équivalente, alors elle peut être jugée comme conforme à la Constitution. Il en découle que le gouvernement peut changer selon sa guise les modalités de la « concertation ». De surcroît, il peut décider d’étendre le domaine des thèmes soumis à la procédure en question comme il le fait actuellement au sujet de l’âge légal de départ à la retraite.
Par la suite, les acteurs professionnels ont le choix de donner une suite favorable ou défavorable à une sollicitation entièrement formulée par les pouvoirs publics. En cas de refus, liberté est laissée au gouvernement de former son projet de façon unilatérale. Cependant s’ils décident de se saisir du sujet, le gouvernement doit attendre la fin de leurs pourparlers. Dans l’hypothèse de la conclusion d’un accord dont le contenu a pour effet de modifier la Loi, le gouvernement se trouve dans l’obligation de reprendre à son compte le texte conventionnel par le biais d’un projet de Loi. Dès lors, celui-ci peut reprendre fidèlement à son compte le texte issu de la négociation collective en l’incorporant intégralement à la Loi ou se réserver la possibilité de le réécrire par addition ou soustraction. Enfin, le projet en question est ensuite soumis au pouvoir d’amendement et de vote du parlement.
En cas d’échec des négociations, le gouvernement a la possibilité d’abandonner son initiative, ou de reprendre les fragments de compromis sociaux de son choix, pour présenter son propre projet au parlement. Selon ces différentes hypothèses, il doit éviter un procès en déloyauté de la part de signataires bafoués ou de négociateurs incapables de trouver un compromis. Dès lors, les marges de manœuvre sont plus ou moins larges selon les diverses situations mais à coup sûr relativement étroites en cas de conclusion d’un accord sur la base d’un large consensus des acteurs professionnels. Il en ressort que le champ de la coproduction des normes légales du travail s’apparente à un espace où le législateur et les protagonistes sociaux se surveillent et formulent des reproches réciproques.
En somme, par le biais de cette modeste procédure, le gouvernement trouve avantage à déléguer de manière contrôlée la formation de la Loi aux acteurs professionnels représentatifs soit pour se délier de sa responsabilité soit pour tenter de renforcer sa légitimité.
Stéphane Lamaire ne travaille pas, ne conseille pas, ne possède pas de parts, ne reçoit pas de fonds d’une organisation qui pourrait tirer profit de cet article, et n’a déclaré aucune autre affiliation que son organisme de recherche.
Across much of Europe, the engines of economic growth are sputtering. In its latest global outlook, the International Monetary Fund (IMF) sharply downgraded its forecasts for the UK and Europe, warning that the continent faces persistent economic bumps in the road.
Globally, the World Bank recently said this decade is likely to be the weakest for growth since the 1960s. “Outside of Asia, the developing world is becoming a development-free zone,” the bank’s chief economist warned.
The UK economy went into reverse in April 2025, shrinking by 0.3%. The announcement came a day after the UK chancellor, Rachel Reeves, delivered her spending review to the House of Commons with a speech that mentioned the word “growth” nine times – including promising “a Growth Mission Fund to expedite local projects that are important for growth”:
I said that we wanted growth in all parts of Britain – and, Mr Speaker, I meant it.
Across Europe, a long-term economic forecast to 2040 predicted annual growth of just 0.9% over the next 15 years – down from 1.3% in the decade before COVID. And this forecast was in December 2024, before Donald Trump’s aggressive tariff policies had reignited trade tensions between the US and Europe (and pretty much everywhere else in the world).
Even before Trump’s tariffs, the reality was clear to many economic experts. “Europe’s tragedy”, as one columnist put it, is that it is “deeply uncompetitive, with poor productivity, lagging in technology and AI, and suffering from regulatory overload”. In his 2024 report on European (un)competitiveness, Mario Draghi – former president of the European Central Bank (and then, briefly, Italy’s prime minister) – warned that without radical policy overhauls and investment, Europe faces “a slow agony” of relative decline.
To date, the typical response of electorates has been to blame the policymakers and replace their governments at the first opportunity. Meanwhile, politicians of all shades whisper sweet nothings about how they alone know how to find new sources of growth – most commonly, from the magic AI tree. Because growth, with its widely accepted power to deliver greater productivity and prosperity, remains a key pillar in European politics, upheld by all parties as the benchmark of credibility, progress and control.
But what if the sobering truth is that growth is no longer reliably attainable – across Europe at least? Not just this year or this decade but, in any meaningful sense, ever?
The Insights section is committed to high-quality longform journalism. Our editors work with academics from many different backgrounds who are tackling a wide range of societal and scientific challenges.
For a continent like Europe – with limited land and no more empires to exploit, ageing populations, major climate concerns and electorates demanding ever-stricter barriers to immigration – the conditions that once underpinned steady economic expansion may no longer exist. And in the UK more than most European countries, these issues are compounded by high levels of long-term sickness, early retirement and economic inactivity among working-age adults.
As the European Parliament suggested back in 2023, the time may be coming when we are forced to look “beyond growth” – not because we want to, but because there is no other realistic option for many European nations.
But will the public ever accept this new reality? As an expert in how public policy can be used to transform economies and societies, my question is not whether a world without growth is morally superior or more sustainable (though it may be both). Rather, I’m exploring if it’s ever possible for political parties to be honest about a “post-growth world” and still get elected – or will voters simply turn to the next leader who promises they know the secret of perpetual growth, however sketchy the evidence?
To understand why Europe in particular is having such a hard time generating economic growth, first we need to understand what drives it – and why some countries are better placed than others in terms of productivity (the ability to keep their economy growing).
Economists have a relatively straightforward answer. At its core, growth comes from two factors: labour and capital (machinery, technology and the like). So, for your economy to grow, you either need more people working (to make more stuff), or the same amount of workers need to become more productive – by using better machines, tools and technologies.
Historically, population growth has gone hand-in-hand with economic expansion. In the postwar years, countries such as France, Germany and the UK experienced booming birth rates and major waves of immigration. That expanding labour force fuelled industrial production, consumer demand and economic growth.
Why does economic growth matter? Video: Bank of England.
Ageing populations not only reduce the size of the active labour force, they place more pressure on health and other public services, as well as pension systems. Some regions have attempted to compensate with more liberal migration policies, but public resistance to immigration is strong – reflected in increased support for rightwing and populist parties that advocate for stricter immigration controls.
While the UK’s median age is now over 40, it has a birthrate advantage over countries such as Germany and Italy, thanks largely to the influx of immigrants from its former colonies in the second half of the 20th century. But whether this translates into meaningful and sustainable growth depends heavily on labour market participation and the quality of investment – particularly in productivity-enhancing sectors like green technology, infrastructure and education – all of which remain uncertain.
If Europe can’t rely on more workers, then to achieve growth, its existing workers must become more productive. And here, we arrive at the second half of the equation: capital. The usual hope is that investments in new technologies – particularly AI as it drives a new wave of automation – will make up the difference.
In January, the UK’s prime minister, Keir Starmer, called AI “the defining opportunity of our generation” while announcing he had agreed to take forward all 50 recommendations set out in an independent AI action plan. Not to be outdone, the European Commission unveiled its AI continent action plan in April.
Keir Starmer announces the UK’s AI action plan. Video: BBC.
Despite the EU’s concerted efforts to enhance its digital competitiveness, a 2024 McKinsey report found that US corporations invested around €700 billion more in capital expenditure and R&D, in 2022 alone than their European counterparts, underscoring the continent’s investment gap. And where AI is adopted, it tends to concentrate gains in a few superstar companies or cities.
In fact, this disconnect between firm-level innovation and national growth is one of the defining features of the current era. Tech clusters in cities like Paris, Amsterdam and Stockholm may generate unicorn startups and record-breaking valuations, but they’re not enough to move the needle on GDP growth across Europe as a whole. The gains are often too narrow, the spillovers too weak and the social returns too uneven.
Yet admitting this publicly remains politically taboo. Can any European leader look their citizens in the eye and say: “We’re living in a post-growth world”? Or rather, can they say it and still hope to win another election?
The human need for growth
To be human is to grow – physically, psychologically, financially; in the richness of our relationships, imagination and ambitions. Few people would be happy with the prospect of being consigned to do the same job for the same money for the rest of their lives – as the collapse of the Soviet Union demonstrated. Which makes the prospect of selling a post-growth future to people sound almost inhuman.
Even those who care little about money and success usually strive to create better futures for themselves, their families and communities. When that sense of opportunity and forward motion is absent or frustrated, it can lead to malaise, disillusionment and in extreme cases, despair.
The health consequences of long-term economic decline are increasingly described as “diseases of despair” – rising rates of suicide, substance abuse and alcohol-related deaths concentrated in struggling communities. Recessions reliably fuel psychological distress and demand for mental healthcare, as seen during the eurozone crisis when Greece experienced surging levels of depression and declining self-rated health, particularly among the unemployed – with job loss, insecurity and austerity all contributing to emotional suffering and social fragmentation.
These trends don’t just affect the vulnerable; even those who appear relatively secure often experience “anticipatory anxiety” – a persistent fear of losing their foothold and slipping into instability. In communities, both rural and urban, that are wrestling with long-term decline, “left-behind” residents often describe a deep sense of abandonment by governments and society more generally – prompting calls for recovery strategies that address despair not merely as a mental health issue, but as a wider economic and social condition.
The belief in opportunity and upward mobility – long embodied in US culture by “the American dream” – has historically served as a powerful psychological buffer, fostering resilience and purpose even amid systemic barriers. However, as inequality widens and while career opportunities for many appear to narrow, research shows the gap between aspiration and reality can lead to disillusionment, chronic stress and increased psychological distress – particularly among marginalised groups. These feelings are only intensified in the age of social media, where constant exposure to curated success stories fuels social comparison and deepens the sense of falling behind.
For younger people in the UK and many parts of Europe, the fact that so much capital is tied up in housing means opportunity depends less on effort or merit and more on whether their parents own property – meaning they could pass some of its value down to their children.
‘Deaths of Despair and the Future of Capitalism’, a discussion hosted by LSE Online.
Stagnation also manifests in more subtle but no less damaging ways. Take infrastructure. In many countries, the true cost of flatlining growth has been absorbed not through dramatic collapse but quiet decay.
Across the UK, more than 1.5 million children are learning in crumbling school buildings, with some forced into makeshift classrooms for years after being evacuated due to safety concerns. In healthcare, the total NHS repair backlog has reached £13.8 billion, leading to hundreds of critical incidents – from leaking roofs to collapsing ceilings – and the loss of vital clinical time.
Meanwhile, neglected government buildings across the country are affecting everything from prison safety to courtroom access, with thousands of cases disrupted due to structural failures and fire safety risks. These are not headlines but lived realities – the hidden toll of underinvestment, quietly hollowing out the state behind a veneer of functionality.
Without economic growth, governments face a stark dilemma: to raise revenues through higher taxes, or make further rounds of spending cuts. Either path has deep social and political implications – especially for inequality. The question becomes not just how to balance the books but how to do so fairly – and whether the public might support a post-growth agenda framed explicitly around reducing inequality, even if it also means paying more taxes.
In fact, public attitudes suggest there is already widespread support for reducing inequality. According to the Equality Trust, 76% of UK adults agree that large wealth gaps give some people too much political power.
Research by the Sutton Trust finds younger people especially attuned to these disparities: only 21% of 18 to 24-year-olds believe everyone has the same chance to succeed and 57% say it’s harder for their generation to get ahead. Most believe that coming from a wealthy family (75%) and knowing the right people (84%) are key to getting on in life.
In a post-growth world, higher taxes would not only mean wealthier individuals and corporations contributing a relatively greater share, but the wider public shifting consumption patterns, spending less on private goods and more collectively through the state. But the recent example of France shows how challenging this tightope is to walk.
In September 2024, its former prime minister, Michel Barnier, signalled plans for targeted tax increases on the wealthy, arguing these were essential to stabilise the country’s strained public finances. While politically sensitive, his proposals for tax increases on wealthy individuals and large firms initially passed without widespread public unrest or protests.
However, his broader austerity package – encompassing €40 billion (£34.5 billion) in spending cuts alongside €20 billion in tax hikes – drew vocal opposition from both left‑wing lawmakers and the far right, and contributed to parliament toppling his minority government in December 2024.
Such measures surely mark the early signs of a deeper financial reckoning that post-growth realities will force into the open: how to sustain public services when traditional assumptions about economic expansion can no longer be relied upon.
For the traditional parties, the political heat is on. Regions most left behind by structural economic shifts are increasingly drawn to populist and anti-establishment movements. Electoral outcomes have shown a significant shift, with far-right parties such as France’s National Rally and Germany’s Alternative for Germany (AfD) making substantial gains in the 2024 European parliament elections, reflecting a broader trend of rising support for populist and anti-establishment parties across the continent.
Voters are expressing growing dissatisfaction not only with the economy, but democracy itself. This sentiment has manifested through declining trust in political institutions, as evidenced by a Forsa survey in Germany where only 16% of respondents expressed confidence in their government and 54% indicated they didn’t trust any party to solve the country’s problems.
This brings us to the central dilemma: can any European politician successfully lead a national conversation which admits the economic assumptions of the past no longer hold? Or is attempting such honesty in politics inevitably a path to self-destruction, no matter how urgently the conversation is needed?
Facing up to a new economic reality
For much of the postwar era, economic life in advanced democracies has rested on a set of familiar expectations: that hard work would translate into rising incomes, that home ownership would be broadly attainable and that each generation would surpass the prosperity of the one before it.
However, a growing body of evidence suggests these pillars of economic life are eroding. Younger generations are already struggling to match their parents’ earnings, with lower rates of home ownership and greater financial precarity becoming the norm in many parts of Europe.
Incomes for millennials and generation Z have largely stagnated relative to previous cohorts, even as their living costs – particularly for housing, education and healthcare – have risen sharply. Rates of intergenerational income mobility have slowed significantly across much of Europe and North America since the 1970s. Many young people now face the prospect not just of static living standards, but of downward mobility.
Effectively communicating the realities of a post-growth economy – including the need to account for future generations’ growing sense of alienation and declining faith in democracy – requires more than just sound policy. It demands a serious political effort to reframe expectations and rebuild trust.
History shows this is sometimes possible. When the National Health Service was founded in 1948, the UK government faced fierce resistance from parts of the medical profession and concerns among the public about cost and state control. Yet Clement Attlee’s Labour government persisted, linking the creation of the NHS to the shared sacrifices of the war and a compelling moral vision of universal care.
While taxes did rise to fund the service, the promise of a fairer, healthier society helped secure enduring public support – but admittedly, in the wake of the massive shock to the system that was the second world war.
In 1946, Prime Minister Clement Attlee asked the UK public to help ‘renew Britain’. Video: British Pathé.
Psychological research offers further insight into how such messages can be received. People are more receptive to change when it is framed not as loss but as contribution – to fairness, to community, to shared resilience. This underlines why the immediate postwar period was such a politically fruitful time to launch the NHS. The COVID pandemic briefly offered a sense of unifying purpose and the chance to rethink the status quo – but that window quickly closed, leaving most of the old structures intact and largely unquestioned.
A society’s ability to flourish without meaningful national growth – and its citizens’ capacity to remain content or even hopeful in the absence of economic expansion – ultimately depends on whether any political party can credibly redefine success without relying on promises of ever-increasing wealth and prosperity. And instead, offer a plausible narrative about ways to satisfy our very human needs for personal development and social enrichment in this new economic reality.
The challenge will be not only to find new economic models, but to build new sources of collective meaning. This moment demands not just economic adaptation but a political and cultural reckoning.
If the idea of building this new consensus seems overly optimistic, studies of the “spiral of silence” suggest that people often underestimate how widely their views are shared. A recent report on climate action found that while most people supported stronger green policies, they wrongly assumed they were in the minority. Making shared values visible – and naming them – can be key to unlocking political momentum.
So far, no mainstream European party has dared articulate a vision of prosperity that doesn’t rely on reviving growth. But with democratic trust eroding, authoritarian populism on the rise and the climate crisis accelerating, now may be the moment to begin that long-overdue conversation – if anyone is willing to listen.
Welcome to Europe’s first ‘post-growth’ nation
I’m imagining a European country in a decade’s time. One that no longer positions itself as a global tech powerhouse or financial centre, but the first major country to declare itself a “post-growth nation”.
This shift didn’t come from idealism or ecological fervour, but from the hard reality that after years of economic stagnation, demographic change and mounting environmental stress, the pursuit of economic growth no longer offered a credible path forward.
What followed wasn’t a revolution, but a reckoning – a response to political chaos, collapsing public services and widening inequality that sparked a broad coalition of younger voters, climate activists, disillusioned centrists and exhausted frontline workers to rally around a new, pragmatic vision for the future.
At the heart of this movement was a shift in language and priorities, as the government moved away from promises of endless economic expansion and instead committed to wellbeing, resilience and equality – aligning itself with a growing international conversation about moving beyond GDP, already gaining traction in European policy circles and initiatives such as the EU-funded “post-growth deal”.
But this transformation was also the result of years of political drift and public disillusionment, ultimately catalysed by electoral reform that broke the two-party hold and enabled a new alliance, shaped by grassroots organisers, policy innovators and a generation ready to reimagine what national success could mean.
Taxes were higher, particularly on land, wealth and carbon. But in return, public services were transformed. Healthcare, education, transport, broadband and energy were guaranteed as universal rights, not privatised commodities. Work changed: the standard week was shortened to 30 hours and the state incentivised jobs in care, education, maintenance and ecological restoration. People had less disposable income – but fewer costs, too.
Consumption patterns shifted. Hyper-consumption declined. Repair shops and sharing platforms flourished. The housing market was restructured around long-term security rather than speculative returns. A large-scale public housing programme replaced buy-to-let investment as the dominant model. Wealth inequality narrowed and cities began to densify as car use fell and public space was reclaimed.
For the younger generation, post-growth life was less about climbing the income ladder and more about stability, time and relationships. For older generations, there were guarantees: pensions remained, care systems were rebuilt and housing protections were strengthened. A new sense of intergenerational reciprocity emerged – not perfectly, but more visibly than before.
Politically, the transition had its risks. There was backlash – some of the wealthy left. But many stayed. And over time, the narrative shifted. This European country began to be seen not as a laggard but as a laboratory for 21st-century governance – a place where ecological realism and social solidarity shaped policy, not just quarterly targets.
The transition was uneven and not without pain. Jobs were lost in sectors no longer considered sustainable. Supply chains were restructured. International competitiveness suffered in some areas. But the political narrative – carefully crafted and widely debated – made the case that resilience and equity were more important than temporary growth.
While some countries mocked it, others quietly began to study it. Some cities – especially in the Nordics, Iberia and Benelux – followed suit, drawing from the growing body of research on post-growth urban planning and non-GDP-based prosperity metrics.
This was not a retreat from ambition but a redefinition of it. The shift was rooted in a growing body of academic and policy work arguing that a planned, democratic transition away from growth-centric models is not only compatible with social progress but essential to preventing environmental and societal collapse.
The country’s post-growth transition helped it sidestep deeper political fragmentation by replacing austerity with heavy investment in community resilience, care infrastructure and participatory democracy – from local budgeting to citizen-led planning. A new civic culture took root: slower and more deliberative but less polarised, as politics shifted from abstract promises of growth to open debates about real-world trade-offs.
Internationally, the country traded some geopolitical power for moral authority, focusing less on economic competition and more on global cooperation around climate, tax justice and digital governance – earning new relevance among smaller nations pursuing their own post-growth paths.
So is this all just a social and economic fantasy? Arguably, the real fantasy is believing that countries in Europe – and the parties that compete to run them – can continue with their current insistence on “growth at all costs” (whether or not they actually believe it).
The alternative – embracing a post-growth reality – would offer the world something we haven’t seen in a long time: honesty in politics, a commitment to reducing inequality and a belief that a fairer, more sustainable future is still possible. Not because it was easy, but because it was the only option left.
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Peter Bloom does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment. His latest book is Capitalism Reloaded: The Rise of the Authoritarian-Financial Complex (Bristol University Press).
“Are we stopping again already?” It’s a familiar complaint on family road trips and one that’s often aimed at women. From sitcoms to stand-up routines, the idea that women have smaller bladders has become a cultural punchline. But is it anatomically accurate?
The short answer? Not really. The full picture reveals a more complex – and far more interesting – interplay between anatomy, physiology and social conditioning. Women might feel like they need to go more often, but their actual bladder size isn’t significantly different.
The detrusor is a layer of smooth muscle that forms the bladder wall. Its unusual elasticity – a quality known as compliance – allows it to stretch without triggering constant “full” signals. When nature calls, it contracts forcefully to empty the bladder.
An inner lining, the transitional epithelium, behaves like biological origami, it stretches and flattens to accommodate expanding volume, all while shielding underlying tissues from the toxic contents of stored urine.
Thanks to this clever design, your bladder can expand and contract throughout a lifetime without tearing, losing tone, or sounding false alarms – most of the time.
So where does sex come into it?
In structural terms, male and female bladders are more alike than different. Both comfortably hold around 400–600 millilitres of urine. What surrounds the bladder can influence sensation and urgency, and this is where the differences begin.
In men, the bladder nestles above the prostate and in front of the rectum. In women, it sits in a more crowded pelvic compartment, sharing space with the uterus and vagina. During pregnancy, the growing uterus can compress the bladder – hence the dash to the loo every 20 minutes in the third trimester.
Even outside pregnancy, spatial constraints may mean the bladder triggers a sense of urgency earlier. Some studies suggest women are more likely to feel bladder fullness at lower volumes – possibly due to hormonal influences, increased sensory input or the dynamic relationship between pelvic floor support and bladder stretch.
The pelvic floor – a sling of muscles supporting the bladder, uterus and bowel – is crucial. In women, it can be weakened by childbirth, hormonal shifts or simply time, altering the coordination between holding on and letting go.
Much of that control hinges on the external urethral sphincter – a ring of voluntary muscle that acts as the bladder’s gatekeeper, helping you wait for a socially convenient time to void.
A part of the pelvic floor complex, and like any muscle, it can lose tone or be retrained. Meanwhile, urinary tract infections (more common in women due to a shorter urethra) can leave the bladder hypersensitive, upping the frequency of urination even after the infection has passed.
Toileting habits can vary across cultures. But from a young age, many girls are often taught to “go, just in case” or avoid public toilets. These habits can train the bladder to empty prematurely, reducing its capacity to stretch.
Meanwhile, boys are often given more leeway – or encouraged to wait. Anyone who has ever “hovered” over a toilet seat will also recognise that hygiene concerns will influence behaviour. Over time, the bladder learns. You can’t change its size, but you can train its tolerance.
Bladder training, a technique championed by the NHS and the British Association of Urological Surgeons, involves gradually increasing the time between toilet trips. This helps reset the feedback loop between bladder and brain, restoring capacity and reducing the sensation of urgency.
Often combined with pelvic floor exercises, it’s an effective, non-invasive way to take back control – especially for those with overactive bladder syndrome or stress incontinence.
So women may not have smaller bladders, but they may have less room to manoeuvre, both anatomically and socially. The next time someone rolls their eyes at a toilet stop, remind them: it’s not about weak willpower or tiny tanks. It’s about anatomy, habit and hormones.
Michelle Spear does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.
Professional athletes from around the world spend years training to compete in some of the UK’s biggest summer sporting tournaments: Wimbledon and the British Open. But not all tournament hopefuls will make it to the finals — and some may even be forced to drop out due to a variety of sporting injuries, from torn anterior cruciates to strained shoulders.
Their elbows are at risk too. In fact, two of the most common reasons for elbow pain relate to sporting injuries — the aptly named (and dreaded) tennis and golfer’s elbow.
But it isn’t just professional athletes who are at risk of developing these common elbow injuries. Even those of us sitting on the sidelines or watching from our couches can find ourselves struck down by them – even if we don’t participate in either of these sports.
In general practice, we see patients with elbow conditions fairly frequently. Elbows can become swollen as a result of repetitive strain, gout and can be fractured by a fall.
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Tennis and golfer’s elbow are also common reasons people visit their GP. Both share root causes, arising from inflammation and degeneration of the forearm tendons, which attach either side of the elbow. These typically cause pain on the sides of the joint, which can radiate down the affected side toward the wrist. Establishing which side is injured is crucial to diagnosis.
The reason these conditions are associated with sports is because of the actions that are typical when playing them – the same actions which can result in injury.
Take tennis and one of its killer moves: a lethal backhand stroke, which was part of the tournament-winning arsenal of champions such as Roger Federer, Justine Henin and Stan Wawrinka. Tennis elbow seems to be more strongly associated with the one-handed backhand, affecting the outer side of the elbow.
The cause of tennis elbow can be pinpointed to a poor technique in the backhand stroke or grip. Problems with equipment, such as an incorrectly strung or a too-heavy racquet, might also exacerbate the problem.
Notably, this problem is actually observed less frequently in professional players compared to recreational players. This is probably because of their expertise, form and access to the best equipment and physiotherapy.
Golfer’s elbow refers to pain on the inner side, closest to the body. One action that can cause it is the golfer’s swing, where the player contracts their arm muscles to control the trajectory of the club. Doing so with poor technique or incorrect grip can irritate and damage the tendons. The golfer’s swing uses different muscles to a backhand stroke, so the injury occurs on the opposite side of the elbow.
Both conditions have some overlapping symptoms despite affecting different tendons. For instance, some patients may note pain when using their wrist – such as turning a doorknob or shaking someone’s hand. It can be also be present at rest too – affecting other simple functions, such as using a keyboard.
Tennis elbow is around five to ten times more common than golfer’s elbow, since these tendons are used more frequently in sport and daily life.
Confusingly, the conditions are actually not exclusive to these sports. Some golfers can develop tennis elbow, while some tennis players can develop golfer’s elbow. This is because both games feature a combination of techniques that can affect the tendons on either side.
Other sports that might also lead to a similar type of elbow injury include throwing sports (such as javelin), and batting or other racket sports – including baseball, cricket or squash. Weightlifting moves such as deadlifts, rows and overhead presses can also put considerable strain on the elbows too.
You can even develop golfer’s or tennis elbow without taking part in either of these sports. Certain hobbies and occupations which strain or damage the tendons come into play here. Workers who are heavy lifters or use vibrating machinery, such as carpenters, sheet metal workers or pneumatic drill operators, are prime candidates.
Treating a sore elbow
If you develop golfer’s or tennis elbow, standard protocol is to “rice” – rest, ice, compress and elevate. Painkillers such as paracetamol and ibuprofen can also help. In many cases, symptoms resolve themselves within a few weeks.
Depending on the severity of the injury, you may also be sent to physiotherapy or given an elbow support or splint. For really severe cases that aren’t getting better with the usual remedies, more invasive treatment is needed.
Steroid injections into the affected area can act to reduce inflammation – but have variable effects, working better for some patients than for others.
Autologous blood injection is a therapy where blood is taken from the patient and then re-injected into the space around the elbow. The thought behind this rather odd-sounding treatment is that the blood induces healing within the damaged tendon. The method is now undergoing a renaissance – and a variation of it, which uses platelet-rich plasma derived from the blood sample.
Surgery is possible, too – but is generally reserved for severe, non-responsive cases or those where a clear anatomical problem (such as damaged tendons or tissue) are causing the symptoms.
Whether or not you’re a tennis or golf pro, persistent elbow pain isn’t normal. It’s best to speak to your doctor to figure out the cause so you can get back to the court or putting green.
Dan Baumgardt does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.